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Capítulo 1 Cuando todo sea rutina

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Las actividades rutinarias (esas cosas que hacemos y repetimos casi sin pensar), ocupan una porción importante de nuestro tiempo cotidiano. En ocasiones, la vida misma parece volverse una rutina. Se ahondan las huellas acostumbradas, hasta que lo usual nos sofoca, insensibiliza y automatiza, robándonos el sentido y la alegría. La rutina nos hace actuar sin reflexionar, nos deja existir casi sin vivir. Nos brinda una comodidad que no satisface, una tradición que aburre y agobia.

Esos tiempos de rutina pueden interrumpirse ante lo sorpresivo, que cambia el curso de las cosas y nos obliga a dejar de repetirnos. Esas sorpresas, dichosas o sombrías, sacuden nuestras costumbres, planteándonos desafíos renovados. Descubrir a Dios, acaso sea la mayor de las sorpresas que puede renovar para siempre el sentido de la vida.

El relato bíblico registrado en el capítulo tercero de Éxodo, cuenta de un encuentro de Moisés con Cristo en el Sinaí (también llamado Horeb), que ciertamente lo sacó de su rutina. Esas apariciones divinas de las cuales hablan las Escrituras reciben el nombre de “teofanías”. Bien podría hablarse aquí de una “cristofanía”. La manifestación gloriosa sorprendió al patriarca, pues no esperaba que algo tan singular le pudiera suceder. Nada volvería a ser igual después de este momento.

Según los datos de la cronología bíblica, Moisés debió nacer por el 1525 a.C., y era ya el año 1445 a.C. Habían transcurrido ochenta años desde que Amram y Jocabed, sus piadosos padres de la tribu de Leví, lo recibieran con temor y angustia, por el decreto real de muerte que se aplicaba a todos los hebreos varones que nacían en territorio egipcio. Habían pasado ochenta años desde que la princesa egipcia lo rescatara de las aguas del Nilo, a fin de adoptarlo y educarlo.

Cuarenta años habían quedado atrás desde que una decisión equivocada y temeraria lo obligó a dejar Egipto para refugiarse en Madián, del otro lado del golfo de Akaba. Con Séfora formó una familia, y adoptó el oficio de pastor. Como buen ovejero trashumante, en busca de pasturas llegó finalmente a la llanura frente al Sinaí. Con ochenta años encima, es probable que Moisés no tuviera grandes expectativas para su vida, ni muchos planes para el futuro. Los desafíos usuales de la subsistencia y del hogar lo habían llevado a la rutina. Algo, sin embargo, debía preocuparlo desde hacía largo tiempo, y era la condición de sus hermanos hebreos cautivos y esclavizados en Egipto. Moisés, seguramente, incluyó estas inquietudes en sus reflexiones y en sus plegarias cotidianas.

Fue entonces cuando lo sorprendió la visión de Cristo; visión de la cual aprendió lecciones que marcaron definitivamente su existir. Esas lecciones pueden ser significativas para nosotros, como lo fueron para Moisés, pues Dios no ha perdido su capacidad de sorprender a los hombres. Un acercamiento a la presencia divina puede orientar nuestro derrotero y abrir ante nosotros un camino de esperanza.

El notable pasaje de Éxodo 3:1 al 15 contiene algunas ideas, que podemos adoptar en medio de la rutina de nuestro transitar.

Soy Jesús, vida y esperanza

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