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Lección acerca del interés de Dios por sus hijos

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“Dijo luego Jehová: Bien he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su clamor a causa de sus exactores; pues he conocido sus angustias, y he descendido para librarlos de mano de los egipcios, y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a tierra que fluye leche y miel, a los lugares del cananeo, del heteo, del amorreo, del ferezeo, del heveo y del jebuseo.

El clamor, pues, de los hijos de Israel ha venido delante de mí, y también he visto la opresión con que los egipcios los oprimen” (Éxo. 3:7-9).

Moisés se había alejado de Egipto cuarenta años atrás, sin por ello perder sus raíces ni olvidar a su pueblo esclavizado. Fue por defender a un hebreo maltratado que debió huir a la tierra de Madián (Éxo. 2:11-15). Aunque se había criado en la corte del Faraón, sabía que aquellos esclavos sometidos a las tareas más pesadas eran sus hermanos. Ahora, junto a la zarza que ardía, Moisés entendió que su ansiedad por su pueblo era también la preocupación de Dios.

La lección que el anciano pastor empezaba a entender es todavía significativa: Dios ve la aflicción, oye el clamor, conoce las angustias de sus hijos. El Señor en el que hemos confiado no es un ser distraído, desinteresado o desatento. El Dios de la Biblia no se parece en nada al Dios que imaginaron los filósofos deístas. Estos pensadores racionales creyeron que todo lo que no pudiera explicarse por la razón debía desecharse como superstición. Dejaron de lado la revelación y creyeron en una religión natural, implantada en la naturaleza del hombre. No negaban la existencia de un Dios creador, pero descreían de su intervención en el mundo. Notables patriotas americanos como Benjamín Franklin (1706-1790) y Tomás Jefferson (1743-1826) adhirieron al deísmo. El Señor que se apareció a Moisés tampoco se parecía a la divinidad concebida por el panteísmo. El panteísmo cree que todo es Dios, y que Dios es todo. Dios deja de ser una persona, para confundirse con la naturaleza. Es cierto que Dios trasciende a las cosas que ha creado, mas no al punto de volverse indiferente. Tampoco está tan cerca como para confundirse con los elementos de la naturaleza y dejar de ser una persona.

Dios está en lo alto, sin dejar de mirarnos. Nuestras aflicciones lo conmueven y nuestras súplicas llegan a sus oídos. Cuando comenzamos a vivir en la presencia de Cristo, comprendemos que no estamos solos ni abandonados. La soledad y el desconsuelo ceden ante la esperanza que surge de la confianza en un Dios que ve nuestra aflicción, que oye el clamor de sus hijos y puede librarnos.

Escribió un judío cautivo durante la Segunda Guerra: “Creo en el sol, aunque no esté brillando; creo en el amor, aunque no lo sienta; creo en Dios, aunque esté callado”. El silencio divino no significa indiferencia ni abandono. Como lo expresaba certeramente una anciana creyente, cuando daba testimonio de su vivencia con Dios: “Yo vivo sola, pero no me siento sola; porque cuando me arrodillo para orar, siento que Dios está conmigo”.

Soy Jesús, vida y esperanza

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