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CAPÍTULO 3 Hábitos que producen acidez emocional

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¿Puedes recordar quién eras antes de que el mundo te dijera quién deberías ser?

Danielle LaPorte, autora y emprendedora canadiense

En noviembre de 2008, el neurocirujano Eben Alexander despertó con un fuerte dolor de cabeza y algunas molestias en la espalda. Horas después, su vida pendía de un hilo. Estaba en coma y con pocas posibilidades de sobrevivir debido a una rara infección en el cerebro.

El autor del éxito en ventas del New York Times, La prueba del cielo, un afamado médico de más de cincuenta años y con una vasta experiencia en su ámbito profesional, estuvo durante siete días aislado del mundo. Él mismo lo narra así en su libro: «En este tiempo, la totalidad de mi neocórtex —la superficie exterior del cerebro, la parte del mismo que nos convierte en humanos— estuvo desconectado. Inoperativo. En esencia, ausente».

Sus vivencias extracorporales, conocidas como ECM (experiencias cercanas a la muerte), y por las que pasó en esos días según cuenta en su texto, si bien desataron una fuerte controversia entre sus colegas —en especial porque para muchos ese tipo de temas no tiene cabida en su formación y esquema científicos—, lo llevaron a una importante reflexión sobre lo que estaba haciendo con su vida y, además, a abrirse a la posibilidad de levantar el velo de su mente de médico y poder ver más allá de lo terrenal.

Algunos años antes, en 1999, la cirujana ortopedista Mary Neal, también estadounidense, y por cuya formación se consideraba a sí misma una mujer sumamente escéptica, tuvo una experiencia similar al sufrir un accidente en kayak, en Chile, y quedar atrapada en el fondo del río.

Estuvo muerta clínicamente de veinte a treinta minutos antes de ser resucitada. En ese tiempo ella también dice haber tenido algunas vivencias espirituales, narradas en su libro Ida y vuelta al cielo.

Para Mary, el evento en el kayak fue un parteaguas en su vida que la llevó a replantear sus actividades, a soltar el control de las cosas, a descubrir su propósito y a gozar más del presente. En su libro lo describe como un viaje espiritual.

Tiempo después del incidente sufrió la muerte de su hijo mayor, y ella confiesa que sin los aprendizajes de aquella experiencia en Chile, no hubiera sido posible procesar su pérdida con la entereza y la confianza con que consiguió hacerlo.

«Me intriga que haya tantas personas con tanto miedo a la muerte que dejan de disfrutar la vida; están tan preocupados por el mañana que nunca ponen atención al presente… estar en la Tierra es una gran oportunidad», nos comparte en su libro la doctora Neal.

Las historias de los doctores Alexander y Neal no nos son ajenas. He conocido y disfrutado de sus libros y visto algunas de sus entrevistas, y al leerlos y escucharlos me queda muy claro que sus relatos son más cercanos de lo que creemos.

Tal vez no todos hemos estado a punto de morir, pero sí hemos atravesado dificultades inesperadas o puntos de quiebre, solo que con diferentes tramas y personajes. Aunque a veces, por conveniencia y miedo a pensar en ello, preferimos alejarlos de nuestra mente diciéndonos: «Esto no es para mí», «Jamás estaré en la misma situación».

El común denominador de estas dos historias de personas que han tenido experiencias cercanas a la muerte, así como de las cientos que conocemos o con las que nos toparemos, es que después de lo sucedido, quien las digiere adecuadamente y entiende que todo sucede por una razón más allá de toda lógica, comienza a hacer ajustes en su vida.

O desde la óptica de este libro: descubre que la zanahoria es lo de menos y comienza a vaciar su carreta y a disfrutar del paisaje.

Algunas otras, claro, permanecen igual, pero la mayor parte sí decide cambiar el switch y se toma muy en serio esa anhelada segunda oportunidad.

Algo en lo que concordamos quienes nos hemos especializado en el desarrollo humano, sobre todo al referirnos a la gestión del cambio y a la posibilidad de reinventarnos, es que en lo primero que hay que enfocarnos, como rayo láser, es en nuestros hábitos cotidianos; ellos son reflejo de nuestras decisiones y, a su vez, son la causa de los resultados que obtenemos.

Los hábitos, si los entendemos como los comportamientos que se repiten de forma regular, suelen estar tan arraigados en nuestra vida que funcionan en piloto automático y, sin darnos cuenta, nos impactan positivamente o cobran facturas muy altas.

Ahí, en esa zona a la que a veces no queremos acceder, es en donde se marca la diferencia entre los que materializan lo que desean y los que solo observan lo que pasa, y atribuyen todo a la suerte o al destino.

Cuando ejercemos una acción automatizada, aprendida en el pasado y que en su momento funcionó, es como si durmiéramos a nuestra mente consciente y menguara el esfuerzo por hacer o pensar en cómo hacer algo, por lo que realizamos dicha actividad casi con los ojos cerrados.

«Me intriga que haya tantas personas con tanto miedo a la muerte que dejan de disfrutar la vida; están tan preocupados por el mañana que nunca ponen atención al presente».


Uno, por ejemplo, no hace un grandísimo esfuerzo o diseña un complejo mapa mental para cepillarse los dientes o para amarrarse las agujetas. Como decía mi madre cuando yo aprendía a andar en bicicleta: «Lo que bien se aprende, jamás se olvida».

Mientras no exista alguna situación que de forma abrupta interrumpa el comportamiento, o no haya un acto de conciencia que nos despierte de ese letargo mental, seguiremos actuando de la misma manera de siempre, creyendo inconscientemente que es la mejor y la más práctica forma de hacerlo.

Según el concepto de cerebro triuno —límbico, neocórtex o racional y repitiliano o primitivo— este último es el que se enciende y se ocupa de hacer, sin razonar tanto. Este cerebro no tiene la capacidad de pensar, ni de sentir, solo de actuar mediante impulsos o de forma instintiva.

Desde que abrimos los ojos al despertar por la mañana, hasta que los cerramos al concluir el día, estamos conectados con este cerebro por medio de hábitos y rituales, al grado de que son parte integral de nuestra personalidad. Estos van desde lo primero que hacemos al levantarnos de la cama, la forma de asearnos, el orden en cómo nos vestimos, si primero nos ponemos las calcetas y después el pantalón o viceversa, la preparación del café, la manera de conducir a nuestro lugar de trabajo, lo que comemos y cómo lo comemos, hasta la dinámica que utilizamos para ponernos la pijama antes de dormir.

En fin, a lo largo de toda nuestra vida realizamos una serie de cosas, algunas menos trascendentes que otras, en sentido automático.

Nadie nace con una serie de hábitos bien definidos o determinados. Algunos dicen que tenemos cierta predisposición a aprenderlos, pero la verdad prefiero creer que estos se van formando y adquiriendo con el pasar de los años, debido a las circunstancias y exigencias del entorno. Vamos integrando los hábitos que, en determinado momento, llegamos a creer que necesitamos para funcionar.

En esta vida acelerada o, como le llaman algunos, en esta «jungla de asfalto», basada en la competencia y en donde el más fuerte, el más inteligente y el que más corre es el que sobrevive, somos más propensos a adueñarnos de ciertas formas de comportarnos que pueden causarnos estragos a nivel interior, muchas veces sin advertirlo.

El verdadero reto en este detox emocional radica en traer a la superficie de la conciencia esos comportamientos que están un poco escondidos para poder calibrar cuáles siguen funcionando bien para nosotros y cuáles hay que comenzar a erradicar, todo con miras a seguir construyendo nuestra mejor versión.

La zanahoria es lo de menos

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