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A MÍ NO PODRÍA PASARME… ¿O SÍ?

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Finalmente, la infidelidad tiene consecuencias para todos los que estamos en una relación romántica (o pretendemos estarlo), aunque nunca nos toque atravesarla de modo directo.

Aun cuando nunca hayamos vivenciado el engaño de un lado ni del otro, la infidelidad es un fantasma que sobrevuela toda relación amorosa. La perspectiva de sufrirla o cometerla siempre está presente.

Esta puede ser una afirmación inquietante. Quienes han intentado ahuyentarla bajo el modo de pensar «A mí no podría pasarme» con frecuencia acaban por llevarse grandes sorpresas. Es más, la creencia de que mi pareja «jamás podría serme infiel» podría ser una forma de desvalorización y acabar promoviendo una infidelidad motivada por la búsqueda de esa valoración.

Atención: no estoy diciendo que no se pueda confiar en que mi pareja «no me sería infiel», pero eso es muy distinto a pensar que «no podría serlo».

Si mi pareja es alguien atractivo y deseable para mí, es razonable suponer que lo sea para otros también. Recibirá en su vida más de una propuesta y podría aceptarlas. Claro que podría. Que lo haga o no, que lo desee o no, es otra cuestión.

En el otro extremo de aquellos que reniegan de la siempre presente posibilidad de engañar o ser engañados, tenemos a quienes ven esta amenaza en todos lados. Una infidelidad supuesta puede tener efectos tan devastadores como una comprobada:

Olmo y Nogal están viendo la televisión desde su cama.

—¿Puedo usar tu teléfono? —le pregunta Olmo a Nogal—. Quiero buscar una noticia.

—Sí, sí —dice Nogal—. Úsalo.

Mientras Olmo lo sostiene en sus manos, llega al teléfono de Nogal un mensaje de texto que aparece en la pantalla. Proviene de un número desconocido y dice:

Se pudrió todo en casa. No me llames más al número de siempre. Llámame al 893X23.

Olmo se incorpora, endereza su espalda y, sin soltar el teléfono se lo enseña a Nogal:

—¿Qué es esto?

Nogal lee el mensaje y dice:

—No tengo ni idea, eso no es para mí.

—Dime quién es.

—Te estoy diciendo que no sé. Alguien que se ha equivocado de número.

—¡Claro! —se burla Olmo—. ¿Crees que soy imbécil? Dime la verdad —demanda.

—¡Te estoy diciendo la verdad!

Por más que Nogal se empeñe en sostener su inocencia no hay modo de convencer a Olmo. Después de todo: ¿acaso no diría Nogal exactamente lo mismo si fuera, en efecto, a quien iba destinado el mensaje?

La crisis se ha instalado: Olmo cree que Nogal le ha sido infiel. Nogal lo niega. Sea que Nogal dice la verdad o no, desde la perspectiva de Olmo, la situación es indistinguible y seguirá un camino similar en cualquiera de los dos casos.

Aun sin llegar a situaciones tan extremas, pocos pueden sostener que la aparición de posibles terceros, aun en los modos más sutiles, los deja indiferentes. Una mirada fija, una sonrisa muy amplia, una mano en el hombro, un halago fuera de lugar, demasiados «me gusta» en las redes sociales… Cuestiones tan sencillas como estas pueden ser suficientes para ponernos en estado de alerta.

Todos conocemos esa sensación. Se trata, por supuesto, de los celos. Los celos son el modo más moderado en el que se nos presenta la amenaza de la infidelidad y, al mismo tiempo, un intento de advertir su proximidad para desviarla tempranamente.

Los celos, como sostuve en mi Manual para estar en pareja,2 son siempre dañinos para una relación. Generan resentimiento e invitan a coartar las libertades del otro.

Algunos sostienen que una pequeña cantidad de celos puede ser favorable para una pareja. No lo creo así. Creo que la dosis ideal de celos es 0. Aquellos que apuntan, por ejemplo, al hecho de que los celos pueden reavivar la pasión cuando estaba algo dormida, confunden, a mi entender, una correlación con una causa. Es decir: comprobar que nuestro compañero o compañera es un ser sexual más allá de nosotros puede producir celos y puede, al mismo tiempo, resultar excitante. Pero no son los celos los que producen la excitación y, por ende, nada indica que no se podría tener la segunda sin los primeros.

Infidelidad

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