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INTRODUCCIÓN

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Conozco a una pareja.

La conozco con muchos nombres, con múltiples rostros. En diversos países y en varias culturas. La conozco con géneros intercambiados y con igualdad de géneros. La he encontrado entre aquellos con facilidades económicas, así como entre los que pasan apuros monetarios. Entre los conservadores y entre los progresistas. Entre los ingenuos y entre los cultivados…

Esta es su historia:

Arce y Fresno conviven desde hace varios años. Tienen niños pequeños.

Comparten el día a día y se llevan bastante bien. No discuten a menudo y colaboran, cada uno aportando lo suyo, al mantenimiento del hogar y de la familia. Se divierten juntos y comparten buenos momentos. Se acompañan cuando las cosas no van del todo bien y cada uno sabe que puede contar con el otro.

Sin embargo, Arce se aburre un poco. No así Fresno. Arce siente que la pasión sexual ya no es lo que era, ni en frecuencia ni en intensidad. Extraña la sensación de arrebato que alguna vez sintió.

Un día, Arce cree ver en Álamo, alguien con quien trabaja y que siempre ha llamado su atención, una muestra de interés. Una mirada, un comentario halagador. Gestos que dejan ver una intención. De pronto, Arce siente un nuevo vigor y algo de inquietud. Es lo que produce saber que otro te desea. Ese día, Arce regresa a casa de muy buen humor, rebosante de energía.

En cada nuevo encuentro con Álamo, la relación se profundiza. Hablan. Coquetean. Todo es nuevo, excitante. Arce pronto se descubre mirando con fijeza a los ojos de Álamo; pensando, cuando está en casa, en los momentos que han compartido.

Una tarde, las circunstancias confluyen y se encuentran solos. Arce y Álamo se besan. Alguno de los dos propone ir a «otro lado», el otro acepta. En el camino, Arce se siente culpable pero la pasión puede más y sigue adelante. Tienen sexo. Arce vuelve a su casa.

Semanas después, por puro azar, Fresno se entera de lo sucedido entre Arce y Álamo. Le dice que no pueden seguir juntos: me has sido infiel, jamás podré volver a confiar en ti. Arce acuerda con tristeza, piensa que se lo merece. Tal vez sea lo mejor, se dice, tal vez ya no ama a Fresno.

Se separan. Los niños lloran. Ellos lloran. Son civilizados, se turnan con los hijos, ambos los pierden en igual medida. Dividen los bienes: lo que antes alcanzaba para un hogar no cubre los gastos de dos. Hay tiranteces por el dinero. Conflictos por las decisiones que, pese a la separación, deben continuar tomando en conjunto. Se generan rencores y distancias. Se sienten solos.

Con variantes, he visto esta situación repetirse muchas veces. Y en ningún caso he podido dejar de preguntarme: ¿no han pagado un precio demasiado alto? ¿No han acabado peor que lo que estaban? ¿No han menospreciado lo que tenían porque no respondía a un ideal forjado en no sé qué templo de la sagrada pareja?

Estos casos y estas preguntas fueron los que motivaron mis primeras cavilaciones e indagaciones sobre la infidelidad y sus consecuencias. Luego, la insistente aparición de diversos casos de infidelidad en mi consultorio, casi siempre acompañados de un profundo sufrimiento, fue dando forma a interrogantes mayores:

 ¿Por qué la infidelidad resulta tan devastadora?

 ¿Es necesariamente fulminante?

 ¿Es acaso evitable?

 ¿Hay algo que podamos hacer para lidiar mejor con la perspectiva de la infidelidad y, llegado el caso, con su comprobación?

El intento de responder a estas preguntas me ha conducido más lejos de lo que anticipaba. Me ha adentrado en un terreno que no sería desacertado calificar como inquietante. Las conclusiones a las que he llegado no son las que el sentido común (al menos el mío) hubiera señalado ni aquellas a las que hubiera preferido arribar.

Hubiera querido encontrar razones para defender la fidelidad y convencernos de que es un valor que vale la pena sostener. Hubiera querido desandar los juicios morales y hallar otros que nos invitasen a respetar la fidelidad, no porque es lo que debe hacerse sino, esta vez, porque comprendiéramos qué es lo mejor para nuestro crecimiento como individuos, como parejas y como compañeros…

Sin embargo, la tarea ha demostrado no ser tan sencilla.

Por eso te pediré que, mientras lees este libro, hagas el mismo ejercicio que tuve que hacer mientras lo escribía: un ejercicio de templanza. Consiste en no precipitarse en juicios tajantes, en soportar algunos cuestionamientos incómodos, en resistir la tentación de usar la moral como escudo o, peor aún, como arma. Tal vez, después de atravesar las arenas movedizas, lleguemos juntos a un lugar no del todo desagradable.

Infidelidad

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