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CAPÍTULO 2 SITUACIÓN ACTUAL

Sería lógico que la perspectiva de sufrir todas las represalias desagradables que mencioné en el capítulo anterior terminara por disuadir a las personas de ser infieles… pero todos sabemos que eso no sucede. Que infidelidades hubo, hay y habrá, probablemente siempre.

Ni la ira de Dios, ni la perspectiva del infierno, ni la amenaza de la cárcel, las multas o los castigos físicos han sido suficientes para calmar el ardor que en ocasiones lleva a personas de todas las culturas, desde las más liberales a las más conservadoras, a buscar el amor o la pasión en otros brazos que aquellos a los que se han prometido.

Ni siquiera en aquellas tierras en las que el peligro que acecha a los adúlteros es la muerte, la infidelidad ha sido erradicada. No lo ha conseguido la muerte despiadada que dictaminan y ejecutan quienes se proclaman guardianes de la moral y de la palabra divina. Tampoco la muerte fortuita que siempre sobrevuela los encuentros clandestinos en algunas ciudades de África1 en las que uno de cada cinco adultos porta el VIH y en las que el acceso a los tratamientos antirretrovirales está vedado a la mayoría.

La más moderada pero muy real posibilidad con la que se enfrentan los adúlteros de Occidente, es decir, la de perder la pareja y la familia y ser etiquetados como alguien despreciable, tampoco ha conducido a las personas a abandonar la práctica de la infidelidad.

Las estadísticas así lo confirman.

¿Cuánta gente es infiel?

Los estudios más rigurosos2 indican que aproximadamente uno de cada cuatro hombres y una de cada cinco mujeres admiten (en forma anónima) haberle sido infiel a su pareja actual.

Hay quienes critican estos números y suponen que en la realidad los porcentajes son mayores. Es posible: aun cuando se trate de cuestionarios anónimos se comprende que muchas personas puedan ser reacias a confesar una infidelidad.

Algunos han dirigido entonces la pregunta a los terapeutas, una supuesta fuente de información más confiable respecto de los secretos más íntimos de la gente. Al parecer, los indiscretos terapeutas consultados sostuvieron que cerca de tres cuartas partes de sus pacientes eran infieles. Tampoco esa cifra me parece un reflejo fiel de la realidad: creo que es un tanto exagerada.

Es probable que conocer la prevalencia exacta de la infidelidad sea una tarea imposible. Tanto por la ya mencionada reticencia de los encuestados como porque la cifra dependerá, en gran medida, de cómo definamos infidelidad, y eso, como discutiremos en un próximo capítulo, no es una labor sencilla.

De todos modos, en ocasiones me pregunto…

¿Qué importancia tiene realmente qué porcentaje de personas son infieles?

¿Qué buscamos cuando queremos ávidamente conocer la cifra?

¿Preferiríamos un número abultado, para no sentirnos solos en nuestra desgracia real o imaginada? ¿O más bien quisiéramos que la infidelidad afectara a una pequeña cantidad de almas penantes, para alejar la posibilidad de tener que contarnos entre los infortunados?

INFIDELIDAD Y GÉNERO

Una cuestión interesante que las estadísticas evidencian es que el porcentaje de hombres infieles se ha mantenido bastante estable desde los primeros estudios sobre sexualidad humana (aquellos conducidos por el renombrado Alfred Kinsey en las décadas de 1940 y 1950), mientras que el porcentaje de mujeres infieles ha ido aumentando sostenidamente desde entonces.3 Así, la brecha entre ambos ha ido acortándose y, no tengo dudas, continuará haciéndolo hasta equipararse tarde o temprano.

Otra comprobación de la misma tendencia surge de estudios recientes conducidos en universidades:4 cuando los consultados son los jóvenes de hoy, la diferencia entre los porcentajes de infidelidad de los hombres y los de las mujeres es muchísimo menor.

Esto nos enseña algo importante: la infidelidad no es un problema de género. Cualquier conclusión que pueda hacerse del estilo: «los hombres son más infieles», «las mujeres perdonan menos», «los hombres buscan sexo, las mujeres afecto» es falaz. Nada intrínseco hay en la biología, ni en la psicología, ni en la moral de hombres o mujeres que condicione una determinada actitud hacia la infidelidad.

Si todavía se observan algunas diferencias en la frecuencia de ciertas conductas, obedecen a los prejuicios que solemos tener respecto de lo que un hombre o una mujer deben hacer o, incluso, querer. En la medida en que vamos avanzando como sociedad, en la medida en que nos deshacemos de esos prejuicios y que el género deja de ser un corsé que constriñe nuestra libertad, se revela que la problemática de la infidelidad no es un producto de la «batalla de los sexos» sino, en todo caso, algo que surge del modo en que las personas tenemos de estar en pareja.

Si la infidelidad fuera un efecto de la desigualdad entre los géneros, entonces en los sectores que más han avanzado sobre la igualdad, la infidelidad masculina debería descender a los niveles de la infidelidad femenina. Lo que se comprueba es lo opuesto: en las poblaciones con mayor igualdad de género, la infidelidad femenina sube hacia los valores de la masculina. Conclusión: lo que es producto del sometimiento de la mujer es la fidelidad femenina, no la infidelidad masculina. Pues bien, si un mayor índice de infidelidad femenina es el precio de una mayor igualdad, bienvenido sea.

Esto nos deja frente a la perspectiva de que el «problema» de la infidelidad no se agotará como consecuencia de resolver las diferencias de género. Tendremos que ocuparnos de ello por otras vías.

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