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PRECIOS INACEPTABLES

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La primera es que el precio a pagar por seguir esta estrategia es inaceptable. Las únicas sociedades que han conseguido erradicar la infidelidad son pequeñas comunidades religiosas (generalmente conformadas por las facciones más ortodoxas de cada credo) en las que, dado que las amenazas no funcionan, se ha recurrido a un método más categórico: eliminar las oportunidades para engañar.

Está claro que eso no puede conseguirse sino a través de un estricto control por parte de los líderes de la comunidad y por otros miembros que terminan por funcionar como informantes. Por ello, el tamaño acotado de la comunidad es un requisito en estos casos: todos deben saber lo que todos los demás hacen.

La formulación de este nefasto pensamiento parece ser algo así: «Dado que la tentación es irresistible, debemos desterrar la tentación». Por supuesto, las tentaciones tienden a filtrarse por los lugares menos esperados y lo que debe excluirse para dejarlas fuera termina siendo vastísimo. Son característicos de estas comunidades los intentos de reducir la actividad sexual a los fines reproductivos: cualquier asomo de placer podría despertar apetitos difíciles de controlar luego.

No es sorpresa que esta restricción de libertades y condena de la sensualidad recaiga principalmente sobre las mujeres. Esa es la idea que está detrás de la ocultación de la belleza impuesta en estos grupos (desde las pelucas de los judíos ortodoxos al burka de los musulmanes).

Quienes imponen estas normas han conseguido, sí, desterrar casi por completo de sus comunidades el acto del adulterio. Lo han hecho a costa de la instalación de un régimen opresivo para todos y directamente esclavizador para las mujeres.

De hecho, el forzamiento de la fidelidad (o su intento al menos) parece ser una característica común de todos los regímenes totalitarios. Tanto es así que, cuando los escritores de ficción se han puesto a imaginar mundos oprimidos, parecen no poder obviar ese rasgo. Lo que es más interesante aún es que suele ser el punto por donde las personas son «introducidas» al régimen; como si la fidelidad fuese, acaso, el más aceptable de los dogmas y se constituyera entonces en un anzuelo digerible.

Así sucede en 1984,1 la novela de George Orwell, donde el amor prohibido entre Winston y Julia es la transgresión por la que son detenidos más allá de todos los pensamientos «revolucionarios» que pudieran tener. Es a través de la corrección de ese vínculo en el «Ministerio del amor» como ambos son finalmente alineados en el sistema.

La más cercana en el tiempo El cuento de la criada,2 de Margaret Atwood, describe un futuro distópico en que el régimen de Gilead impone a las pocas mujeres que aún son fértiles la obligación de gestar y parir los niños de las parejas de las clases sociales privilegiadas. En el epílogo de la novela se revela que la justificación para que el resto de la sociedad consintiera la trata de esas mujeres, no fue otra que el adulterio. Dice Atwood:

El régimen creó de inmediato una reserva de mujeres mediante la simple táctica de declarar adúlteros todos los segundos matrimonios y las uniones no maritales. Arrestaban a las mujeres y, sobre la base de que estaban moralmente incapacitadas, confiscaban a sus niños.

Esta puesta en escena refleja, con alarmante similitud, una postura habitual de muchas instituciones y de no pocas personas: la de suponer que quien ha sido infiel (y más aún si es una mujer) es, instantáneamente, alguien sin moral y, por ende, casi sin derecho alguno. No es casual que el puritanismo se asocie con tanta frecuencia a conductas que muchas veces bordean la maldad o que, tantas otras veces, desembocan decididamente en ella.

Está claro que esta no es una línea en la que sea deseable avanzar, ni como individuos ni como sociedad.

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