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AUTOR

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Durante muchos siglos, el autor fue prácticamente desconocido. La mayor parte de las obras de arte eran anónimas, sobre todo en los campos de la pintura, de la arquitectura, de la historia y de la música. Pero también en el ámbito literario sucedía lo mismo. ¿Sabemos acaso quién fue el autor (o quiénes los autores) de los Vedas, del Ramayana, del Génesis, de los Salmos, del Cantar de los cantares? Hasta es dudosa la existencia de Homero y, en todo caso, sigue siendo dudosa su participación en la composición de la Iliada. Y eso no tiene la más mínima importancia a la hora de captar su significación y de apreciar su belleza. Porque la significación y la belleza de una obra no radican en el autor, sino en la estructura de la obra.

Dicho de otro modo, tanto la significación como la belleza son inmanentes, surgen de la obra misma y no del autor de la obra. En tal sentido, la obra vale por sí misma, y es la obra la que da valor al autor (“Por sus obras los conoceréis”) y no el autor el que le da valor a la obra. No es en absoluto necesario conocer al autor para captar el sentido de la obra. Habría que tomar en cuenta a este respecto la observación de Lévi-Strauss cuando dice: “No iríamos muy lejos en el análisis de las obras de arte si nos atuviéramos a lo que sus autores han dicho o incluso a lo que han creído hacer” (Lévi-Strauss, 1976: 596). O aquella otra, más radical, de Umberto Eco: “El autor debería morirse después de haber escrito su obra. Para allanarle el camino al texto” (Eco, 1985: 14).

El Humanismo del siglo XV centró la mirada en el hombre, y a partir de entonces comenzó a erigirse el mito del “autor”: el autor empezó a valer más que su obra; la vida del autor se impuso a la “vida” de la obra. La historia y la crítica literarias, así como la crítica de arte en general, se dedicaron a rebuscar los más secretos escondrijos de la persona del autor y olvidaron casi por completo la obra literaria. Con el estructuralismo, la obra volvió a ponerse en el centro de la consideración analítica. El punto de partida fue el análisis que hicieron conjuntamente Roman Jakobson y Claude Lévi-Strauss del poema Los gatos de Baudelaire.

El “autor” se inscribe en la categoría antropológica del homo faber: él fabrica la obra indudablemente. Para hacerlo, pone en marcha su experiencia vital y sus competencias culturales. La experiencia humana del autor, en la que se incluyen lo vivido y lo soñado, lo sentido y lo adivinado, lo observado y lo contado, lo pensado y lo imaginado, lo realizado y lo fantaseado, lo hecho y lo sufrido, constituye la “arcilla” con la que va a fabricar la obra: o sea, la materia. Las competencias culturales le darán las técnicas narrativas y discursivas para dar forma a esa materia vital. Las principales competencias consisten, sin duda, en el manejo del lenguaje.

El autor, sin embargo, nunca puede aparecer en la obra que produce. La obra es un objeto de lenguaje, y el lenguaje crea siempre una realidad virtual, completamente distinta de la realidad del autor. Todo lo que aparece en la obra como figura del autor es un puro y simple simulacro, un “personaje” del mundo representado, que es siempre “otro” mundo. Cuando el texto dice:

César Vallejo ha muerto, le pegaban todos sin que él les haga nada;…

… crea un personaje llamado “César Vallejo”, cuyo contenido consiste exclusivamente en los atributos que le asigna el texto: “ha muerto”, “le pegaban todos…”, “le daban duro con un palo”… De ese “César Vallejo” no sabemos más que lo que dice el texto. Ese “César Vallejo” no es ni real ni figuradamente el autor llamado César Vallejo. El “César Vallejo” del texto es una entidad semántica construida por el lenguaje, cuya existencia adquiere los límites que le fija el texto. Lo que a él le suceda, lo que él piense y sienta no tiene nada que ver con lo que piense y sienta el autor César Vallejo. En todo caso, lo que el autor César Vallejo piensa y siente no es relevante para desentrañar el sentido del poema, que es, en definitiva, lo que realmente importa, y no lo que piensa o siente el autor César Vallejo. Si el autor del poema fuera desconocido, el sentido del poema sería el mismo, y ese sentido emerge de las relaciones textuales establecidas por el lenguaje.

El simulacro del autor en el texto puede ir desde el nombre propio hasta el simple pronombre de primera persona: “yo”. El caso más extremo es el de la autobiografía, género que exige la presencia del autor en la estructura del texto literario. También en ese caso, el “autor” representado en el texto es un simulacro del autor empírico, extratextual, y la vida contada es una vida construida, radicalmente distinta de la vida vivida. Porque el que escribe su vida “inventa” su vida.

Pero la noción de autor se inscribe también en otra dimensión teórica, como la que aparece en sintagmas como “mundo del autor”, “universo del autor”, “política de autores”, expresión esta última introducida en la crítica cinematográfica por la revista Cahiers du Cinéma, bajo la autoridad de André Bazin, allá por los años de 1950.

En esos sintagmas, el término “autor” cubre un campo semántico diferente. Por lo pronto, “autor” no se refiere ahí a la persona del autor; si así fuera, desaparecido el autor-persona, desaparecería “su mundo”. Y no es eso lo que ocurre. “Autor”, en ese caso, es una categoría semiolingüística, que se encuentra únicamente en el conjunto de la obra que se le atribuye, o en una sola de sus obras, como es el caso de Pedro Páramo, de Juan Rulfo. El “mundo del autor”, el “universo del autor”, es una construcción del analista, elaborada a partir de determinadas “constantes” temáticas, narrativas, figurativas, pasionales y estilísticas. La coherencia discursiva de las diversas “constantes” tomadas en cuenta, configurarán un “universo” u otro.

La configuración de esos universos dependerá del punto de vista adoptado por el análisis, del nivel de pertinencia elegido, de la jerarquización que se atribuya a los diferentes elementos discursivos considerados, etc. Son muchos los modelos de configuración que pueden surgir de cada discurso o conjunto de discursos: configuración concéntrica en expansión o en retracción, configuración escalar de dependencias internas, configuración vectorial por ampliaciones sucesivas, etcétera.

Los universos así construidos serán válidos en la medida en que se apoyen en datos atestiguados directamente por el texto, o en datos evocados o reclamados por el texto para su adecuada lectura. Toda lectura es válida si no atenta contra la cohesión textual ni contra la coherencia discursiva. Porque no existe una sola lectura del texto, como tampoco existen todas las lecturas. Hace ya muchos años que Roland Barthes postulaba la pluralidad de lecturas. Pero existen evidentemente límites para la interpretación (Umberto Eco).

La “política de autores”, promovida por Cahiers du Cinéma, no hacía otra cosa: consiste en descubrir en una película, o en el conjunto de las películas de un autor, las líneas de articulación del “mundo” en ellas representado. Se ha hablado, así, y con gran profusión, del mundo de Buñuel, del mundo de Rossellini, del mundo de Fellini, del mundo de John Ford, del mundo de Eisenstein, y así. Esos “mundos” son siempre mundos representados en el discurso de cada filme. Por tanto, hablar del “universo” del autor, o del “mundo” del autor, es, a lo más, una metonimia: ese “mundo”, ese “universo”, se encuentra en la obra y no en la persona del autor. Eso es claro.

Y para cerrar este primer acto del presente ensayo, dejo la palabra a Fernando Ampuero, quien, como de pasada, escribía: “La poesía derrota el olvido, incluso desde el anonimato, desde todos los bellos versos sin dueño” (Ampuero, 2003).

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