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NARRADOR

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El “narrador” es un “personaje” del discurso narrativo. Es el primer actante desprendido por desembrague de la instancia de enunciación. En ningún caso es el autor. Vargas Llosa (1983) ha señalado con penetrante sagacidad esa diferencia: “la operación de inventar a alguien que narre lo que uno quiere narrar, es acaso la más importante que realiza el novelista”. Y refiriéndose al autor de Los miserables, señala: “Como sus personajes, quien los cuenta es un simulacro, una transformación imaginaria y remota de alguien real: el Víctor Hugo que escribía obras maestras, convocaba espíritus en mesas giratorias, se propasaba con sus sirvientas y mantenía correspondencia con medio planeta”. Por otro lado, Vargas Llosa es consciente de la importancia de esa categoría narrativa en el conjunto de la obra: “Este personaje es siempre el más delicado de crear, pues de la oportunidad con que este maestro de ceremonias salga o entre en la historia, del lugar y momento en que se coloque para narrar, del nivel de realidad que elija para referir un episodio, de los datos que ofrezca u oculte, y del tiempo que dedique a cada persona, hecho, sitio, dependerá exclusivamente la verdad o la mentira, la riqueza o pobreza de lo narrado” (Vargas Llosa, 1983).

En la crítica literaria se ha confundido, y se sigue lamentablemente con fundiendo, al narrador con el autor. Incluso se organizan frecuentemente “Encuentros de narradores”. Solamente por metonimia se puede aceptar un sintagma como ese. La narratología de los años 60 y 70, cuyo principal representante es Gerard Genette, inició la elucidación sistemática entre ambas categorías. Existen sin duda dificultades teóricas para abordar la instancia productora del discurso narrativo. Las vacilaciones –señala Genette (1972: 226)– se centran en el reconocimiento de la autonomía que debe atribuirse a la instancia narrativa, pues con harta frecuencia se confunde con la instancia de “escritura”; el narrador se identifica con el autor y el destinatario del relato con el lector de la obra. Genette hace, no obstante, algunas concesiones cuando señala: “Confusión tal vez legítima en los casos del relato histórico o de una autobiografía, pero no cuando se trata de un relato de ficción, donde el narrador cumple un rol ficticio, aunque sea directamente asumido por el autor, y en el que la situación narrativa puede ser muy diferente del acto de escritura”. Nada de eso. Cuanto más “legítima” parezca la confusión, más tramposa es. Ni el narrador de un relato histórico ni el de una autobiografía se pueden confundir con el autor. Puesto que ambos son actantes proyectados por el enunciador en el enunciado, y tienen en todos los casos la misma autonomía que Genette reclama para el narrador de ficción. Los actos de lenguaje son todos de la misma naturaleza y producen los mismos efectos de sentido. Es una pura ilusión considerar que el “yo” que aparece en la autobiografía es más “real” o más “histórico” que el “yo” que figura en un relato de ficción. Los dos son entidades de lenguaje y uno no está más cerca del autor que el otro.

En lo que sí avanzó la narratología fue en la descripción de las funciones del narrador y en la clasificación de sus posiciones en relación con la historia narrada. Es de todos conocido el cuadro de doble entrada con el que culmina Genette su estudio sobre el “discurso del relato”. Haciendo trabajar simultáneamente las categorías de “nivel narrativo” (extradiegético/intradiegético) y de “relación a la historia” (heterodiegética/homodiegética), obtiene cuatro tipos fundamentales de narrador.

1. Extradiegético-heterodiegética, paradigma: Homero, narrador de primer grado que cuenta una historia de la que está ausente;

2. Extradiegético-homodiegética, paradigma: Gil Blas, narrador de primer grado que cuenta su propia historia;

3. Intradiegético-heterodiegética, paradigma: Scherezada, narradora de segundo grado que cuenta historias de las que está por lo general ausente.

4. Intradiegético-homodiegética, paradigma: Ulises (en los cantos IXXII de la Odisea), narrador de segundo grado que cuenta su propia historia.

Es evidente que esa tentativa de clasificación, como todas las demás, es siempre reductora. La historia de la literatura está llena de narradores que rompen los esquemas y desarrollan su propia actividad narrativa con absoluta libertad, pasando de uno a otro, mezclando dos o más tipos, y no pocas veces confundiéndolos expresamente. Existen, por otro lado, maneras muy diversas de asumir los diferentes tipos de narrador: narrador que escribe, narrador oral, narrador que piensa (monólogo interior, corriente de conciencia). Así mismo, no se habrá de confundir –precisa Genette– el carácter extradiegético con la existencia histórica real, ni el carácter diegético con la ficción.

La semiótica greimasiana ha llevado más lejos el análisis de la categoría de “narrador” inscribiéndola en la dimensión del saber. Todo discurso comporta un “saber”, el cual supone al menos un informador y un observador. Se trata de una interacción mínima de carácter cognitivo entre sujetos. En ese dispositivo, el observador es el centro de la asunción y de la identificación. Con frecuencia, el observador no corresponde a ningún “personaje”, a ningún actor; es un puro actante semiótico; es solamente el efecto de sentido de diversas focalizaciones, selecciones y distorsiones que se le atribuyen en el texto. En torno de ese centro noológico, puede desarrollarse toda la problemática de la subjetividad semiótica: las variaciones del espacio observado, las variedades de las figuras que entran en el campo de presencia, los diversos roles pasionales y pragmáticos que asume el observador, las modalidades de su competencia y hasta las condiciones de la reapropiación de esa competencia por el enunciatario.

El “observador” es el simulacro desembragado mediante el cual el enunciador manipula la competencia de observación del enunciatario. La problemática del observador se plantea de manera particular en el campo de la narratología. En primer lugar, en razón de la materia de la expresión, un enunciatario real (empírico), de carne y hueso, considera obvia la existencia de un observador en un cuadro de pintura o en un filme, puesto que la mirada (real) del enunciatario (el espectador) coincide con la mirada (ficticia y simulada) del observador. En cambio, el lector real, empírico, no está acostumbrado a identificar su actividad perceptiva de lectura con la actividad cognitiva (ficticia y simulada) del observador en el texto literario. En función de esa diferencia de las materias de la expresión, se infiere alegremente una diferencia en la forma del contenido, y se incurre con ello en un craso error.

Jacques Fontanille (1989: 44-50) ha derivado la categoría del narrador del metasemema del observador basado en rasgos sucesivos de especificación muy concretos. En primer lugar, delimita las funciones generales que puede desempeñar el observador: si el rol del observador no es asumido por ninguno de los actores del discurso, si el texto no le atribuye deixis espacio-temporal precisa en el enunciado, se mantiene como un puro observador abstracto, mero “filtro” cognitivo de la lectura, que puede asimilarse a la “mirada” de la cámara cinematográfica (aunque en verdad la mirada de la cámara conlleva una posición espacio-temporal mínima: se coloca en una posición determinada y “mira” siempre en presente). En ese caso, se trata de un actante de discursivización, que podemos llamar focalizador, generado por un desembrague actancial. Se le reconoce únicamente por lo que hace: seleccionar, focalizar, ocultar elementos del campo de presencia del enunciado. Lo podemos descubrir en textos del género “ensayo” o del género filosófico, y en muchos relatos.

Si las competencias del focalizador reciben una determinación figurativa, de tipo espacial y temporal, el observador aparece entonces inscrito directamente en las categorías espacio-temporales del enunciado, como sucede con la perspectiva en la pintura. Se le reconoce entonces como espectador.

Cuando el focalizador es asumido por un actor del enunciado, cuya identidad es reconocida, pero que no desempeña ningún rol pragmático o pasional en los acontecimientos del enunciado, el observador es un asistente, y es el resultado de un desembrague actorial.

Finalmente, el observador que resulta de un desembrague completo (actancial + espacio-temporal + actorial + temático, es un participante. Al rol cognitivo del actor va asociado un rol pragmático o tímico (pasional).

A partir de las categorías clasemáticas precedentes, se generan los diversos tipos de narradores que pueden aparecer en el enunciado:

a) Un focalizador dotado de un rol verbal en el enunciado es un narrador propiamente dicho; es el narrador omnisciente, omnipresente.

b) Un espectador dotado de un rol verbal lo podemos denominar relator. Ése es el caso en que el focalizador se desplaza por los lugares y las épocas de la acción.

c) Un asistente dotado de un rol verbal es un testigo: el narrador que asiste a los acontecimientos, los cuenta, pero no participa en ellos.

d) Un participante dotado de un rol verbal es un narrador participante, que puede ser protagonista o simple participante.

De esa manera, el metasemema del observador da origen a los tipos de narrador siguientes:

Narrador propiamente dicho

Relator

Testigo

Participante

Protagonista

En términos de Genette, el narrador, el relator y el testigo pueden ser extra o intradiegéticos, pero siempre heterodiegéticos; el participante y el protagonista pueden ser extra o intradiegéticos, pero siempre homodiegéticos.

El narrador y el relator podrán utilizar únicamente la tercera persona; el desembrague en ese caso será enuncivo. El testigo, el participante y el protagonista podrán utilizar las tres personas: Yo-Tú-Él, a partir de desembragues enuncivos [Él] o enunciativos [Yo-Tú]. Un caso clásico de protagonista que usa la tercera persona [Él] para referirse a sí mismo es Julio César al relatar sus hazañas en las Galias. En algunos casos, el desembrague enunciativo recae en la segunda persona [Tú]. Los roles actanciales “Yo” y “Tú” pueden ser asumidos por el mismo actor semiótico (por la misma persona). En esa figura, “Yo” se desdobla, constituyéndose en enunciador y enunciatario al mismo tiempo, como en País de Jauja, de Edgardo Rivera Martínez. En la vida cotidiana ocurre ese desdoblamiento con frecuencia: cuando uno se habla a sí mismo [“No debiste decir eso”]. Pueden también ser asumidos por actores diferentes, como en los relatos con formato epistolar, por ejemplo. Pero es evidente que el enunciador es siempre “Yo”; nunca “Tú” puede decir tú; siempre es “Yo” quien dice tú. La literatura contemporánea, a partir de Ulises y especialmente con la obra de Faulkner, nos ha acostumbrado a pasar del “Yo” al “Tú” y al “Él” con toda fluidez. Un texto ejemplar a ese respecto es La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, en la cual el narrador pasa ordenadamente y en forma cíclica de “Yo” a “Tú” y a “Él”. En otros casos, los intercambios de persona del narrador se mezclan incesantemente, como ocurre en Conversación en la Catedral, de Mario Vargas Llosa. Ni “Yo” ni “Tú” ni “Él” son el autor de carne y hueso: son siempre simulacros, entidades semióticas creadas por el lenguaje.

Y para hacer justicia al autor, terminaremos repitiendo que él es el maestro constructor de la obra, para lo cual aporta sus experiencias y su talento. A él todo honor y toda gloria; pero poniéndolo siempre en su sitio. Y repetiremos una vez más, con Umberto Eco, que lo mejor que le podría pasar sería morirse al terminar su obra, y resucitar, claro, al tercer día, para construir una nueva.

La crítica literaria, si pretende ser rigurosa, tiene que decidirse a distinguir las categorías de autor,enunciador, narrador, y a limpiar de una vez la mente de las telarañas que aún la obnubilan.

Vigencia de la semiótica y otros ensayos

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