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Prólogo La historiografía entre la ciencia y la concientización Proyecto para una generación de historiadores Primera parte I. Un tupido velo

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Hay que correr un tupido velo...

Entre quienes lean este prólogo habrá, sin embargo, muchos que no conozcan Casa de Campo ni tampoco sepan de Enrique Zañartu, personaje histórico que bien pudo haber sido una ficción de José Donoso: «Respecto de los sucesos de Iquique, que todos lamentamos, los diputados que deliberamos en esta Cámara, casa de vidrios a través de los cuales nos contempla el país entero, debemos trabajar porque más bien caiga sobre aquellos acontecimientos el manto del olvido, evitando de ese modo que se fomente la división de clases» (SS. C. de DD. 11-07-1908).

Combinación de Casa de Campo y Casa Crande, manto-del-olvido y tupido-velo, historia y literatura, Donoso y Orrego Luco, 1910 y mito sobre Chile; oligarquía y mentira, espaldas, cara-a-cara, hacerse cargo del peso del pasado, no abrumarse por lo sin remedio: el Chile oligárquico del centenario, el Chile del salitre, de la cuestión social, del afrancesamiento, de los ferrocarriles, del intelectual crítico y de la filosofía positivista, de la hacienda ganadera, triguera o vitivinícola y del imperialismo inglés.

¿Qué quiere decir eso de que deba correrse-un-tupido-velo o eso de trabajar-por-que-caiga-el-manto-del-olvido? ¿Cuál es el significado semántico y sobre todo existencial de estas expresiones? Tapar algo, ocultarlo a la vista, cubrirlo para que no sea visible, negarse a contemplarlo, negarle el derecho o la necesidad de ser visto. Cerrarse a esas verdades peligrosas que vienen a cuestionar la existencia o la convivencia, realidades peligrosas porque hacen patentes otras verdades dolorosas, evocan lo que no se desea evocar, recuerdan lo que es mejor no recordar. Patentizan el dolor de los otros, el sufrimiento, la injusticia, la miseria, la indignidad y, paralelamente, toda nuestra pequeñez, iniquidad, vergüenza y, consecuentemente, como acelerada reacción en cadena, toda la mierda de la existencia humana que como pesado río de lava iría cubriéndolo todo. Es la defensa del no ver, curiosa defensa, pero defensa real. No debe olvidarse que los ojos que no ven quiere decir corazón que no siente. Cerrar los ojos o cerrar las cortinas. No debe olvidarse tampoco que los ojos son las primordiales ventanas del alma. Hay que cerrar las ventanas y correr las cortinas, tapiar las ventanas, bajar las persianas, trancar las puertas, encerrarse bajo siete llaves para no ver este mundo sucio de dolor. Aislarse en casas hermosas, con altas murallas ocultas de árboles frondosos, para no ver. Enceguecer un poco. Tener ojos únicamente para la belleza. Curiosa defensa, pero defensa real contra tanto peligro de extramuros, que no es sino defensa ante lo que está dentro de uno mismo. Cerrar puertas y ventanas a la ponzoña infecciosa transportada por aires malsanos, filtrar incluso lo que va a respirarse para evitar tanta polución: ecologismo aséptico; evitar o impedir que entre esa infección que es fuerza catalizadora de tantas enfermedades potenciales, germen, fuerza cuyo ingreso va a ser como un negro mensajero; uno de esos golpes en la vida tan fuertes, esos que son provenientes de la cólera de Dios, que el pobre y cansado poeta no sabe si identificar con los potros de bárbaros atilas o con los heraldos negros que nos manda la muerte; esa ponzoña reactiva, infección permanente, corruptora de la confianza en el propio destino histórico, veneno que se empoza en el alma, como resaca, rompiendo el equilibrio de la psiquis y de la dominación social. Terapéutico; dar-la-espalda a tanta cosa triste, cumplir esa función de olvido tan necesaria para no irnos haciendo presentes 24 sobre 24 horas todos aquellos recuerdos penosos, todas nuestras vergüenzas, torpezas, ingenuidades, metidas de pata, etc.

La denuncia es muchas veces la tortura, la sinceridad es simultáneamente sadismo; enunciar una verdad es en tantas ocasiones un martilleo martirizante a la conciencia, golpeteo permanente y destructivo de la autoimagen, demolición del ego, de la estima, de la confianza necesaria para la supervivencia, para la fuerza, para el proyecto. ¡No! Todo tiene su límite. Ante esas realidades peligrosas, ante esas verdades perniciosas debe correrse-un-tupido-velo, nada se va ganando con majaderías de masoquismos autodestructivos, de flagelación espiritual, de confesiones aniquiladoras.

Correr-un-tupido-velo es labor medicinal o preventiva para autoconciencias puestas en cuestión. Terapéutica del dar-la-espalda, de la negativa a refocilarse en la autodestrucción. Es, sin embargo, remedio de febles, de incapaces para enfrentar las cosas, recibirlas, comérselas y digerirlas. Es la forma de no estar obligados a enfrentar la injusticia, la miseria, la reivindicación de un derecho; es la forma de no aceptar o de no estar moralmente obligados a aceptar aquello que, en principio, estamos convencidos que debería ser aceptado. Es medicamento para cobardes, pero de cobardes con principios; aquél sin moral alguna puede hacerlo todo y mirarlo todo y para todo tiene estómago.

Develar es esencialmente misión del oprimido, de aquél que está siendo ocultado por el velo del poder, de quien en cierto modo escandaliza con su sola presencia. Mirar la realidad cara-a-cara es misión de todo ser humano, pero es sobre todo tarea del intelectual.

Sin embargo, ¿podrá haber un develamiento cabal? ¿Habrá alguno capaz de llevar a cabo, hasta las últimas consecuencias, la misión inversa a la propuesta por Enrique Zañartu? ¿Hay alguno entre los humanos que no lleve flaquezas ni debilidades? Podría tal vez esta misión realizarse hasta lo último por quien careciera de intereses creados, de historia y de pasado en absoluto; aquél, quizás, que nada poseyera sino las cadenas, podría hacer la crítica universal, siendo capaz de mirar a toda realidad y a toda verdad sin temor alguno, más limpio que Adán en el paraíso. Pero qué tipo de labor podrá desempeñar quien nada ha hecho, quien nada ha vivido; desde dónde podrá realizar la revisión universal quien carece en absoluto de pasado histórico.

Ese no es un ser humano, porque, en parte, uno se habitúa incluso a las propias cadenas, se aguacha con los carceleros, se deja seducir por los cantos de sirena de los dictadores. Ese pájaro sin peso, globo inflado de aire en atmósfera sin presión ni viento, nada puede hacer. La crítica de quien nada ha vivido ni sufrido ni hecho es vocinglería vacía: insignificante y muda. Impotente. ¿Cómo podría haberse hecho historia sin haber tropezado en las múltiples rocas con las cuales está empedrado ese camino? ¿Cómo podría no haber algo de qué arrepentirse, algo doloroso que olvidar, algo cuyo recuerdo nos atenace? Ya no vivimos la época heroica; hemos sufrido muchas traiciones, más de una vez nos hemos traicionado a nosotros mismos.

Hoy se ha cumplido un año desde que tres fueron degollados. Cómo no evocar la sombra terrible de Facundo, de la mazorca y de quien fue modelo de caudillos bárbaros. Cómo no evocar a Silva Renard o Pedro Montt o las sombras de tantos caídos, de esos que llevan un delgadísimo collarcito rojo o de aquellos cuya piel está manchada de grandes lunarones marca Mauser. Claro, no soy Sarmiento, ni su genialidad ni su tiempo romántico me han sido dados. No puedo hacer sus mismas preguntas, no puedo evocar al epónimo de los mazorqueros, quizás en primer lugar porque nuestro mazorquero mayor vive aún. Su cáncer no ha sido todavía su Barranca Yaco; dicen que no quiere morir en el lecho del enfermo sino que en su propia ley: la de bala, cuchillo y parrilla.

Ya que no es posible evocar la sombra de Facundo ni de otros mazorqueros posteriores, hubiera querido al menos plantear el proyecto: Chile, sinceridad, 1986. Pero tampoco. Ninguna pregunta, ningún proyecto, ninguna tarea ni camino alguno puede ser para nosotros seguido o imaginado como en 1850 o en 1910. América Latina ya no es la misma, ni Sarmiento ni Alejandro Venegas pueden ser cabalmente maestros, y esto aunque sus proyectos guarden algo o mucho de irrenunciable para nosotros.

Y después de todo, ¿qué nos va quedando? ¿Qué cosas van quedando en pie todavía? ¿O tendremos que construir con escombros de otros mundos anteriores, con ladrillos dispersos, con trozos de viejas columnas que sostuvieron techumbres de tiempos más serenos? Tendremos que construir tal vez con adoquines que sirvieron como barricadas, con arena sucia de papeles o plásticos jubilados, con maderas un poco quemadas y otro poco apolilladas, con pedazos de molduras donde aún pueden intuirse restos de una piña o de un racimo de uvas griegas u hojas de algún vegetal muy noble; quizás con fierros retorcidos y cubiertos de orín. La cultura chilena tiene algo de capital del Líbano: revestimientos quebrados, pinturas descascaradas, tejas corridas que dejan ver impúdicamente el ensardinado de cielos terrosos, aluminios con restos de vidrios adheridos, puertas destartaladas de bisagras gimientes atravesadas por clavos enmohecidos e inútiles, alcantarillas aparecidas del suelo como carcomidas raíces petrificadas de antiguos árboles huecos.

Civilización y sinceridad. Respeto a los derechos humanos. Qué civilización, qué sinceridad, qué respeto a qué derechos, querrán preguntar algunos. No podemos dejar de evocar la muerte a cada paso, ya que en nuestro caminar hay algo de tránsito por un campo sembrado de cadáveres y de sangre, y nuestros pasos deben ser cautelosos para no pisar la muerte.

Los que van a morir te saludan

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