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C. El proyecto historiográfico de la generación

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Dirán mañana algunos estudiosos: «Estos jóvenes historiadores creían que bastaba con saber datos, mostrándose incapaces de comprender el hilo de los acontecimientos». No hay tal, pues nunca creímos que bastara con conocer nombres, fechas, ocasiones, cantidades, aunque quizás no hayamos sido capaces, ni lo seamos más adelante, de comprender el sentido de los hechos. Además, ¿quién nos asegura que exista verdaderamente algún sentido en el acontecer? «No se dieron cuenta que el hecho, para sí mismo, de nada sirve». Sí, nos dimos cuenta de ello y también de otra cosa: que sin hechos no hay historiografía que valga.

Porque lo que nos interesaba, en definitiva, era llegar a saber cómo se había producido lo que todos creíamos imposible. El estudio del pasado debía entregarnos alguna clave, alguna respuesta, aunque fuera parcial. Nuestra tarea era entender a Chile desde su historia, tal como otros buscaban pistas en su formación económica o social, otros en su realidad política, otros en su cultura y sus gentes. Otros todavía prefirieron mirar hacia arriba, hacia Dios o el Zodíaco, esperando encontrar allí lo que el aquí no había querido decirles; la opción de estos últimos era todavía epistemológicamente más difícil o más incierta que la nuestra, pero como eran más ingenuos, la emprendieron con mayor confianza y tesón.

Deseábamos explicarnos las razones de ciertos acontecimientos a la vez que comprender lo que era, lo que había sido Chile; ambas cosas no constituían sino dos caras del mismo asunto: detectar las corrientes profundas y ocultas, descifrar las claves internas de ese desenvolvimiento hermético; auscultar las palpitaciones de ese cuerpo anfibio, acuático, visceral; descubrir las leyes de la oscuridad o del tercer día de la creación, para usar palabras de Keyserling; cómo habían sido los hombres del pasado, su vida, sus acciones; entender su existencia, compenetrarnos de sus actitudes, trabajos y creencias; comprender, compartir, hacerse uno, mimetizarse aunque sólo fuera por un momento (ideal y abstractamente); ser lo que se ha sido, querer lo que se ha querido.

Y todo esto para no creerse naciendo puramente el día que como individuos vinimos al mundo, para convencerse que somos herederos forzosos de muchas cosas de las que no nos liberaremos así no más; cosas con las que hay que aprender a convivir o, mejor dicho, a vivir y en lo posible a ser felices con ellas a cuestas. Cosas que no se pueden arrojar, porque no son cargas que se llevan sobre los hombros. Son nuestras mismas espaldas. Espaldas pesadas, hombros agotados pero sobre los cuales llevamos la cabeza y podemos así mirar más lejos.

Chile ha sido un país de masacres, como casi todos los otros, por lo demás. Se trata de entender eso y hacerse cargo. Para, en un sentido, no extrañarse, aunque paradójicamente no podamos ni debamos dejar de escandalizarnos. Si lo pensamos bien, si somos honestos, no podemos jamás dejar de escandalizarnos de nosotros mismos.

Podrá decirse mañana que, en cierta forma, a lo que aspirábamos era a una historiografía crítica, historiografía que fuera capaz de ir más allá de la escuela apologética o edificante, porque no era nuestro afán exaltar héroes ni acusar bandidos, no queríamos condenar el pasado a rajatabla ni sacralizarlo, diremos que más bien queríamos entenderlo: cómo, por qué. Y eso no porque pensáramos que, por el hecho de estar en el pasado, todos los seres humanos habían sido igualmente dignos. Claramente no. A Silva Renard podíamos considerarlo un asesino, pero lo importante no era ponerse a repetir «asesino, asesino, Silva Renard fue un asesino», sino más bien darnos cuenta cómo y por qué pudo serlo, cómo pudo materializarse tan funesta masacre, quiénes intervinieron y de qué modo, cómo fue que este militar gris pudo salir de su opacidad mediante un hecho de sangre de tal magnitud. Es decir, lo que deseábamos era develar nuestro ser, en la dimensión del haber sido, y mirarlo cara a cara, sin velos apologéticos ni pantallas panfletarias, sin rosas ni negros innecesarios. «Historiografía crítica» quería significar alzamiento de velos, desgarramiento de máscaras. Quería decir también conciencia de los propios límites.

Por cierto queríamos una historiografía que pudiera ser útil para nuestro presente; algo debíamos sacar de día, no era puro hobby, de alguna manera deseábamos una magistra vitae, pero no como Heródoto o Maquiavelo (la realidad es algo tan cambiante), sino de otro modo. Tal vez nos ayudaría a pensar, a cuestionar, a relativizar, a comprender, a construir el presente o el futuro. Ahora bien, el problema epistemológico de las mediaciones continuaba en pie: cómo transitar desde el saber al hacer o desde la historiografía a la historia.

Mitificar a Silva Renard o a Recabarren es a la postre igualmente pernicioso, pues lo nefasto no es exaltar a tal o cual sino el hecho simple de mistificar. Como afirma Paulo Freire: «no se libera con las armas de la domesticación».

Los que van a morir te saludan

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