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Días de peligro para la iglesia

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Los fieles que sostenían el estandarte eran pocos. A veces parecía como que el error prevalecería por completo, y que la verdadera religión sería desterrada de la tierra. Se perdía de vista el evangelio, y el pueblo era recargado con rigurosos impuestos ilegales. Se enseñaba a la gente a confiar en las obras propias para conseguir el perdón de sus pecados. Largas peregrinaciones, actos de penitencia, el culto a las reliquias, la construcción de iglesias, santuarios y altares, el pago de grandes sumas a la iglesia: éstas eran las cosas impuestas para aplacar la ira de Dios o para asegurar su favor.

En torno al fin del siglo VIII, los partidarios del Papa pretendieron que en los primeros siglos de la iglesia, los obispos de Roma habían poseído los mismos poderes espirituales que ahora ellos se arrogaban. Los monjes inventaron escritos antiguos. Decretos de reuniones conciliares de los cuales nunca se había oído fueron descubiertos, y en ellos se establecía la supremacía universal del Papa desde los primeros tiempos.

Los fieles que edificaban sobre el seguro fundamento (1 Corintios 3:10, 11) estaban perplejos. Cansados de la lucha constante contra la persecución, el fraude y todos los demás obstáculos que Satanás podía inventar, algunos que habían sido fieles se descorazonaron; por causa de la paz y la seguridad de sus propiedades y de su vida, abandonaron el seguro fundamento. Pero otros no se dejaron intimidar por la oposición de sus enemigos.

El culto de las imágenes se hizo general. Se encendían velas ante ellas, se les ofrecían oraciones y se practicaban las más absurdas costumbres. La razón misma parecía haber perdido su poder. Mientras los prelados y obispos eran personas amantes del placer y corruptas, la gente que esperaba de ellos dirección estaba sumergida en la ignorancia y el vicio.

En el siglo XI el papa Gregorio VII proclamó que la iglesia nunca se había equivocado, y que jamás se equivocaría, pretendiendo que eso estaba de acuerdo con las Escrituras. Pero ninguna prueba bíblica acompañaba esa declaración. El orgulloso pontífice también reclamaba la autoridad para deponer emperadores. Una ilustración del carácter tiránico de este abogado de la infalibilidad fue la forma en que trató al emperador germano Enrique IV. Por considerar que éste había desestimado la autoridad del Papa, Enrique IV fue excomulgado y destronado. Sus propios príncipes fueron animados a rebelarse contra él por mandato papal.

Enrique sintió la necesidad de hacer las paces con Roma. Acompañado de su esposa y de un fiel sirviente cruzó los Alpes en pleno invierno para poder humillarse ante el Papa. Al llegar al castillo de Gregorio fue conducido a un atrio exterior. Allí, en medio del severo frío del invierno, con la cabeza descubierta y los pies desnudos, esperó el permiso del Papa para aparecer ante su presencia. Solamente después que había pasado tres días de ayuno y confesión, el pontífice le concedió el perdón. Y esto todavía con la condición de que debía esperar la autorización del Papa para volver a usar las insignias reales o ejercer su poder. Gregorio, envanecido con su triunfo, se jactó de que era su deber humillar el orgullo de los reyes.

Cuán notable es el contraste entre este despótico pontífice y Cristo, que se presenta a sí mismo pidiendo entrada a la puerta del corazón. Enseñó a sus discípulos: “El que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo” (S. Mateo 20:27).

Conflicto cósmico

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