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Capítulo 1

Una revelación del destino del mundo

Desde la cumbre del Monte de los Olivos, Jesús contemplaba Jerusalén, donde resaltaban las magníficas construcciones del templo. El sol poniente doraba la nívea blancura de sus muros de mármol y se reflejaba en la parte superior del templo y su torre. ¡Qué hijo de Israel podía observar la escena sin sentir gozo y admiración! Pero otros eran los pensamientos que ocupaban la mente de Jesús. “Cuando llegó cerca de la ciudad, al verla, lloró sobre ella” (S. Lucas 19:41).

No derramaba Jesús lágrimas por sí mismo, aunque ante él se encontraba el Getsemaní, el escenario de su próxima agonía, que ya no estaba distante, y el Calvario, el lugar de su crucifixión. Pero no eran éstas las escenas que ensombrecían esta hora de alegría. Lloraba por los millares de habitantes de Jerusalén sentenciados a la destrucción.

Jesús observaba la historia de más de mil años del favor especial y del cuidado protector de Dios manifestados hacia el pueblo elegido. Jerusalén había sido honrada por Dios más que cualquier otro lugar de la tierra. El Señor había “elegido a Sion... por habitación para sí” (Salmo 132:13). Durante siglos, los santos profetas habían anunciado mensajes de advertencia. Diariamente la sangre de los corderos había sido ofrecida para representar la del Cordero de Dios.

Si Israel se hubiera mantenido leal al cielo, Jerusalén habría permanecido para siempre como la elegida de Dios. Pero los anales de este pueblo favorecido eran una historia de apostasía y rebelión. Con un amor mayor que el de un padre que se compadece, Dios había tenido “misericordia de su pueblo y de su habitación” (2 Crónicas 36:15). Siendo que las amonestaciones y reprensiones habían fallado, él mandó el más rico don del cielo, el Hijo de Dios mismo, para exhortar a la ciudad impenitente.

Durante tres años el Señor de luz y gloria había caminado entre su pueblo “haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos del diablo”, poniendo en libertad a los cautivos, devolviendo la vista a los ciegos, haciendo que el cojo caminara y el sordo oyera, limpiando a los leprosos, resucitando a los muertos y predicando el evangelio a los pobres (ver Hechos 10:38; S. Lucas 4:18; S. Mateo 11:5).

Errante peregrino, vivió para suplir las necesidades y aligerar las penas de los hombres, y para rogarles que aceptaran el don de la vida. Los actos de su misericordia, rechazados por aquellos corazones endurecidos, regresaban en una manifestación más poderosa de inexpresable amor y compasión. Pero Israel había rechazado a su mejor Amigo y a su único Ayudador. Los ruegos de su amor habían sido despreciados.

La hora de esperanza y perdón se estaba esfumando rápidamente. La tormenta que se había estado formando durante siglos de apostasía y rebelión estaba por estallar sobre un pueblo culpable. El único que podía salvarlos de su destino inminente había sido despreciado, injuriado y rechazado, y pronto había de ser crucificado.

Cuando Cristo contempló Jerusalén, lo agobiaba la condenación de toda una ciudad, de toda una nación. Contempló al ángel destructor con la espada levantada contra la ciudad que por tanto tiempo había sido la morada de Dios. Desde el mismo lugar que más tarde fue ocupado por Tito y su ejército contempló, más allá del valle, los atrios y pórticos sagrados. Con ojos inundados por las lágrimas vio las murallas rodeadas de tropas enemigas. Oyó la marcha de los ejércitos que avanzaban en son de guerra, la voz de las madres y los niños que clamaban por pan en la ciudad sitiada. Vio su santo templo, sus palacios y sus torres, entregados a las llamas, y finalmente hechos un montón de ruinas humeantes.

Observando la marcha de los siglos, vio al pueblo del pacto esparcido por todos los países, “como náufragos en una playa desierta”. La piedad divina y el sublime amor de Cristo se volcaron en las amorosas palabras: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta a sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!” (S. Mateo 23:37).

Cristo vio en Jerusalén un símbolo del mundo endurecido en la incredulidad y la rebelión, apresurándose hacia los juicios retributivos de Dios. Su corazón fue conmovido de piedad por los que en la tierra estaban afligidos y sufrían. Anhelaba aliviarlos, y estaba dispuesto a derramar su alma hasta la muerte para poner la salvación a su alcance.

¡La Majestad del cielo envuelta en lágrimas! Esa escena muestra cuán dura es la tarea de salvar al culpable de las consecuencias de la transgresión de la ley de Dios. Jesús vio al mundo envuelto en el engaño, un engaño similar al que causó la destrucción de Jerusalén. El gran pecado de los judíos fue su rechazo de Cristo: el gran pecado del mundo sería su rechazo de la ley de Dios, el fundamento de su gobierno en el cielo y en la tierra. Millones de personas esclavizadas por el pecado, en peligro de sufrir la muerte eterna, rehusarían escuchar las palabras de verdad el día que se las dijeran.

Conflicto cósmico

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