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Jóvenes educados como misioneros

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Los cristianos valdenses sentían la solemne responsabilidad de permitir que su luz brillara. Por el poder de la Palabra de Dios trataban de quebrantar la esclavitud que Roma había impuesto. Los pastores valdenses habían de servir tres años en algún campo misionero antes de hacerse cargo de una iglesia en su lugar nativo: una introducción adecuada para la vida pastoral en tiempos que constituían una prueba para el alma de los hombres. Los jóvenes veían delante de ellos no la riqueza y la gloria terrenal, sino el trabajo fatigoso, el peligro y la posibilidad del martirio. Los misioneros salían de dos en dos, como Jesús solía enviar a sus discípulos.

El dar a conocer la misión que llevaban habría asegurado su derrota. Todo ministro poseía un conocimiento de algún oficio o profesión, y los misioneros proseguían su trabajo bajo el manto de una vocación secular, habitualmente la de comerciante. “Llevaban sedas, joyas y otros artículos... y eran bienvenidos como comerciantes en lugares donde habrían sido despreciados como misioneros”.[2] Llevaban secretamente ejemplares de la Biblia, parciales o completos. A menudo se despertaba el interés de leer la Palabra de Dios, y una porción de la misma era dejada para los que la deseaban.

Descalzos y con una indumentaria tosca y gastada por el viaje, estos misioneros pasaban por las grandes ciudades y penetraban en países distantes. A su paso se erigían iglesias, y la sangre de los mártires testificaba de la verdad. En forma oculta y silenciosa, la Palabra de Dios hallaba una alegre recepción en los hogares y el corazón de los hombres.

Los valdenses creían que el fin de todas las cosas no estaba muy distante. Al estudiar la Biblia resultaban profundamente impresionados con su deber de dar a conocer a otros sus verdades salvadoras. Hallaban consuelo, esperanza y paz por medio de su fe en Jesús. A medida que la luz alegraba sus corazones, anhelaban reflejar sus rayos sobre los que estaban en las tinieblas del error papal.

Bajo la dirección del Papa y los sacerdotes, se enseñaba a las multitudes a confiar en sus buenas obras para salvarse. Los hombres siempre se miraban a sí mismos, su mente se espaciaba en su condición pecaminosa, y aunque afligían el alma y el cuerpo, no encontraban alivio. Millares pasaban su vida en las celdas de los conventos. Mediante ayunos y azotes repetidos, observando vigilias de medianoche, postrándose sobre piedras frías y húmedas, y con largas peregrinaciones –obsesionados por el temor de la ira vengadora de Dios–, muchos continuaban sufriendo hasta que, con el físico exhausto, abandonaban la lucha. Sin un rayo de esperanza terminaban en la tumba.

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