Читать книгу Conflicto cósmico - Elena G. de White - Страница 22
Invadiendo el reino de Satanás
ОглавлениеLos misioneros valdenses reproducían en forma cuidadosa porciones escritas de las Sagradas Escrituras. La luz de la verdad penetraba en muchas mentes entenebrecidas hasta que el Sol de Justicia brillaba en el corazón trayendo salud en sus rayos. A menudo los oyentes deseaban que se repitiera una porción de las Escrituras, como para asegurarse ellos mismos de que habían escuchado correctamente.
Muchos veían cuán vana es la mediación de los hombres en favor del pecador. Exclamaban con regocijo: “Cristo es mi sacerdote; su sangre es mi sacrificio; su altar es mi confesionario”. Tan grande era el diluvio de luz que los inundaba, que se sentían como transportados al cielo. Todo miedo a la muerte se desvanecía. Ahora podían anhelar la prisión si de esta manera podían honrar a su Redentor.
La Palabra de Dios se llevaba a lugares secretos y era leída, a veces, a una sola persona, y a veces a un pequeño grupo que anhelaba la luz. A menudo toda la noche transcurría de esta manera. Con frecuencia se pronunciaban palabras como éstas: “¿Aceptará Dios mi ofrenda? ¿Me mirará con favor a mí? ¿Me perdonará a mí?” Se leía la respuesta: “¡Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os daré descanso!” (S. Mateo 11:28, VM).
Felices, las almas regresaban a sus hogares para difundir la luz, para repetir a otros, lo mejor que podían, su nueva experiencia. ¡Habían hallado el verdadero camino viviente! Las Escrituras hablaban al corazón de los que anhelaban la verdad.
El mensajero de la verdad proseguía su camino. En muchos casos sus oyentes no preguntaban de dónde había venido ni a dónde iba. Habían experimentado tanto gozo, que ni se les había ocurrido hacer la averiguación. “¿Podría aquél ser un ángel del cielo?”, se preguntaban ellos.
En muchos casos el mensajero de la verdad había partido a otro país, o estaba penando en algún calabozo, o tal vez sus huesos blanqueaban en el lugar donde había dado testimonio de la verdad. Pero las palabras que había dejado detrás estaban realizando su tarea.
Los dirigentes papales vieron el peligro que entrañaban los trabajos de estos humildes itinerantes. La luz de la verdad disipaba las nubes pesadas del error que envolvían a la gente; dirigía las mentes únicamente a Dios, y eventualmente destruía la supremacía de Roma.
Estas personas, al sostener la fe de la iglesia antigua, eran un testimonio constante de la apostasía de Roma, y por lo tanto excitaban el odio y la persecución. Su negativa a abandonar las Escrituras era una ofensa que Roma no podía tolerar.