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El salvoconducto del rey
ОглавлениеEn una carta a sus amigos les decía: “Hermanos míos... parto con un salvoconducto del rey para hacer frente a mis numerosos y mortales enemigos... Cristo Jesús sufrió por sus muy amados; y por lo tanto, ¿habremos de extrañarnos de que él nos haya dejado su ejemplo?... Por lo tanto, amados, si mi muerte debe contribuir a su gloria, oren para que se realice rápidamente, y que él me habilite a soportar todas mis calamidades con constancia... Oremos a Dios para que yo no suprima una sola tilde de la verdad del evangelio, con el fin de dejar a mis hermanos un ejemplo excelente para seguir”.[3]
En otra carta, que escribió a un sacerdote convertido al evangelio, Hus hablaba con humildad de sus propios errores, acusándose a sí mismo “de haber sentido placer al usar ricos ropajes y haber malgastado tiempo en ocupaciones frívolas”. Entonces añadía: “Que la gloria de Dios y la salvación de las almas ocupen tu mente, y no la posesión de beneficios y propiedades. Cuida de no adornar tu casa más que tu alma; y, por encima de todo, presta atención al edificio espiritual. Sé piadoso y humilde con los pobres, y no consumas tus recursos en festines”.[4]
En Constanza, a Hus se le concedió plena libertad. Al salvoconducto del emperador se añadió una seguridad personal de protección por parte del Papa. Pero violaron estas repetidas declaraciones, y después de muy corto tiempo el reformador fue arrestado por orden del Papa y los cardenales, y arrojado en un inmundo calabozo. Más tarde fue transferido a un fuerte castillo que estaba al otro lado del Rin, y allí mantenido como preso. También el Papa fue pronto confinado en la misma cárcel,[5] habiéndose comprobado que era culpable de los crímenes más bajos, además de asesinatos, simonía, adulterio, y “pecados que no podían ser mencionados”. Pronto fue privado de la tiara. Los antipapas también fueron depuestos, y se eligió un nuevo pontífice.
Aunque el Papa mismo era culpable de crímenes mayores que los que Hus había atribuido a los sacerdotes, el mismo concilio que degradó al pontífice procedió a condenar al reformador. Su encarcelamiento excitó gran indignación en Bohemia. El emperador, poco dispuesto a que se violara su salvoconducto, se opuso a la decisión tomada contra Hus. Pero los enemigos del reformador presentaron argumentos para probarle que “no debía cumplirse la palabra empeñada con herejes, y con personas sospechosas de herejía, aunque se les hubiera provisto de salvoconductos del emperador y los reyes”.[6]
Debilitado por la enfermedad –el húmedo calabozo le produjo una fiebre que casi terminó con su vida–, Hus fue traído por fin ante el concilio. Cargado de cadenas apareció en presencia del emperador, cuya buena fe había sido empeñada para protegerlo. Mantuvo firmemente la verdad y expresó una solemne protesta contra las corrupciones del clero. Al pedírsele que eligiera entre retractarse de sus doctrinas o sufrir la muerte por medio del martirio, aceptó esto último.
La gracia de Dios lo sostuvo. Durante las semanas de sufrimiento que precedieron a su sentencia final, la paz del cielo llenó su alma. “Escribo esta carta –le decía a un amigo– en mi prisión, y con mi mano encadenada, esperando que mañana se cumpla mi sentencia de muerte... Cuando, con la ayuda de Cristo Jesús, nos encontremos de nuevo en la paz deliciosa de la vida futura, tú descubrirás cuán misericordioso se ha mostrado Dios hacia mí, cuán eficazmente me ha sostenido en medio de mis tentaciones y mis pruebas”.[7]