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La búsqueda de la paz

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El deseo de reconciliarse con Dios lo indujo a dedicarse a la vida monástica. En ella se le pidió que realizara los trabajos más humildes y que pidiera limosna de puerta en puerta. Pacientemente soportó esta humillación, creyendo que era necesaria a causa de sus pecados.

Privándose del sueño y recortando aun el tiempo dedicado a sus escasas comidas, se deleitaba en el estudio de la Palabra de Dios. Había encontrado un ejemplar encadenado al muro del convento, y allí recurría a menudo.

Llevó una vida muy rigurosa, tratando, mediante el ayuno, las vigilias y los azotes, de dominar los males de su naturaleza. Más tarde dijo: “Si alguna vez un monje pudiera obtener el cielo por sus obras monásticas, yo ciertamente tenía derecho a ello... Si hubiera continuado mucho tiempo más, mis mortificaciones me habrían llevado aun hasta la muerte”.[3] Pero a pesar de todos sus esfuerzos, su alma cargada no encontró alivio. Finalmente llegó al límite de la desesperación.

Cuando parecía que todo estaba perdido, Dios le dio un amigo. Staupitz ayudó a Lutero a comprender la Palabra de Dios, y le pidió que dejara de mirarse a sí mismo y fijara la vista en Jesús. “En vez de torturarte debido a tus pecados, arrójate en los brazos del Redentor. Confía en él, en la justicia de su vida, en la expiación de su muerte... El Hijo de Dios... se hizo hombre para darte la seguridad del favor divino... Ama al que te amó primero”.[4] Sus palabras hicieron una profunda impresión en la mente de Lutero. Su alma atribulada se vio inundada de paz.

Ordenado sacerdote, Lutero fue llamado a ejercer un profesorado en la Universidad de Wittenberg. Comenzó algunas pláticas sobre los salmos, los evangelios y las epístolas, que fueron escuchadas por multitudes y causaron deleite entre sus oyentes. Staupitz, su superior, lo instó a ocupar el púlpito y predicar. Pero Lutero se creía indigno de hablar al pueblo en el nombre de Cristo. Fue sólo después de una larga lucha que accedió a los pedidos de sus amigos. Era poderoso en las Escrituras, y la gracia de Dios descansaba sobre él. La claridad y el poder con los cuales presentaba la verdad convencían a sus oyentes, y su fervor conmovía los corazones.

Lutero, que todavía era un hijo sincero de la iglesia papal, nunca tuvo el pensamiento de que alguna vez podría cambiar. Inducido a visitar Roma, realizó su viaje a pie, alojándose en los monasterios del camino. Se llenaba de admiración ante la magnificencia y el lujo que presenciaba. Los monjes vivían en departamentos espléndidos, se vestían con ropajes costosos y participaban de festines en torno a meses bien servidas. La mente de Lutero se llenaba cada vez más de perplejidad. Por fin contempló a lo lejos la ciudad de las siete colinas. Se postró sobre la tierra, exclamando: “¡Roma santa, yo te saludo!”[5] Visitó las iglesias, escuchó las historias maravillosas repetidas por sacerdotes y monjes, y realizó todas las ceremonias requeridas. Pero por doquiera observaba escenas que lo llenaban de estupor: la iniquidad que reinaba entre el clero y las bromas indecentes que gastaban los prelados. Se llenó de horror por la profanidad de éstos aun durante la misa. Halló disipación y libertinaje. “Nadie puede imaginar –escribió– qué pecados y qué acciones infames se cometen en Roma... Tienen el hábito de decir: ‘Si hay un infierno, Roma está edificada sobre él’ ”.[6]

Conflicto cósmico

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