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Atacado por una peligrosa enfermedad

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Pero repentinamente sus labores se detuvieron. Aunque no tenía todavía 60 años de edad, el trabajo arduo e incesante, el estudio y los ataques de los enemigos lo habían debilitado y envejecido prematuramente. Fue atacado por una enfermedad peligrosa. Los frailes pensaban que se arrepentiría del mal que había hecho a la iglesia, y rápidamente fueron a su casa, listos para escuchar su confesión. “Tienes la muerte en tus labios –le dijeron–; arrepiéntete de tus faltas, y retráctate en nuestra presencia de todo lo que has dicho contra nosotros”.

El reformador escuchó en silencio. Entonces le pidió a su ayudante que lo levantara en su lecho. Observando fijamente a los frailes, dijo con voz firme y fuerte, voz que a menudo los había hecho temblar: “No moriré, sino que viviré para volver a denunciar los hechos malvados de los frailes”.[4] Asombrados y confusos, los monjes se apresuraron a salir de la habitación.

Wiclef continuó viviendo para colocar en manos de sus conciudadanos el arma más poderosa que existía contra Roma: la Biblia, el agente señalado por el cielo para liberar, iluminar y evangelizar al pueblo. Wiclef sabía que tenía solamente pocos años para trabajar; vio la oposición a la cual debía hacer frente; pero animado por las promesas de la Palabra de Dios, avanzó. Con el pleno vigor de sus facultades intelectuales, rico en experiencia, había sido preparado por las providencias de Dios para ésta, la hora más grandiosa de sus labores. En la rectoría de Lutterworth, sin prestar atención a la tormenta que rugía afuera, se aplicó a su tarea predilecta.

Por fin la obra fue completada: la primera traducción de la Biblia al inglés. El reformador había colocado en las manos del pueblo inglés una luz que nunca se apagaría. Había hecho más para quebrantar las cadenas de la ignorancia, y para liberar y elevar a su país, que lo que jamás se haya hecho por victorias logradas sobre el campo de batalla.

Únicamente por medio de un trabajo arduo y difícil podían prepararse ejemplares de la Biblia. Tan grande era el interés por obtener el libro, que con dificultad los copistas podían suplir la demanda. Compradores adinerados querían tener la Biblia entera. Otros compraban una porción. En muchos casos, varias familias se unían para comprar un ejemplar. La Biblia de Wiclef pronto se difundió por los hogares de la gente.

Wiclef ahora enseñaba las doctrinas distintivas del protestantismo: la salvación por la fe en Cristo, y la infalibilidad únicamente de las Escrituras. La nueva fe fue aceptada casi por la mitad del pueblo de Inglaterra.

La aparición de las Escrituras produjo desmayo en las autoridades de la iglesia. No había en ese tiempo ninguna ley en Inglaterra que prohibiera la Biblia, porque nunca antes había sido publicada en el lenguaje del pueblo. Tales leyes se sancionaron más tarde y se pusieron en vigencia con todo rigor.

De nuevo los dirigentes papales se complotaron para silenciar la voz del reformador. Primero, un sínodo de obispos declaró que sus escritos eran heréticos. Luego, ganando al joven rey Ricardo II en su favor, pronto obtuvieron un decreto real condenando al encarcelamiento a todos los que sostuvieran las doctrinas proscritas.

Wiclef apeló del sínodo al Parlamento. Valientemente acusó a la jerarquía eclesiástica ante la autoridad nacional, y exigió la reforma de los enormes abusos sancionados por la iglesia. Sus enemigos se sintieron confundidos. Se esperaba que el reformador, siendo ya anciano, solo y sin amigos, se inclinara ante la autoridad de la corona. En lugar de ello, el Parlamento, impulsado por la notable apelación de Wiclef, rechazó el edicto de persecución y el reformador se halló de nuevo en libertad.

Pero una vez más fue traído a juicio, y en este caso ante el tribunal eclesiástico supremo del reino. Aquí, finalmente, la obra del reformador tendría que detenerse; así pensaban los papistas. Si podían ellos realizar su propósito, Wiclef saldría de este lugar solamente para ir a las llamas.

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