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Roma hace frente a la religión bíblica

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Pero Roma resolvió someter a Gran Bretaña bajo su autoridad. En el siglo VI sus misioneros emprendieron la tarea de convertir a los paganos sajones. A medida que la obra progresaba, los dirigentes papales se encontraron con que los cristianos primitivos eran sencillos, humildes, y que tenían un carácter, una doctrina y una conducta consecuentes con las Escrituras. Esos dirigentes ponían en evidencia la superstición, la pompa y la arrogancia propias del papado. Roma exigía que estas iglesias cristianas reconocieran la soberanía del pontífice. Los habitantes de Gran Bretaña replicaron que el Papa no tenía derecho a ejercer supremacía en la iglesia y que no podían tributarle más que la sumisión debida a todo seguidor de Cristo; no reconocían otro señor que Cristo.

Entonces el verdadero espíritu del papado comenzó a revelarse. El dirigente romano dijo: “Si no recibís a hermanos que os traen paz, recibiréis a enemigos que os traen guerra”.[1] La guerra y el engaño fueron empleados contra estos testigos leales a la fe bíblica, hasta que las iglesias de Gran Bretaña fueron destruidas u obligadas a someterse al Papa.

En los países que estaban más allá de la jurisdicción de Roma, durante siglos los grupos cristianos permanecieron casi totalmente libres de la corrupción papal. Continuaron considerando la Biblia como la única regla de fe. Estos cristianos creían en la perpetuidad de la ley de Dios y observaban el sábado del cuarto mandamiento. En el centro del África y entre los armenios del Asia había iglesias que adherían a esta fe y práctica.

De entre los que resistieron al poder papal se destacaban, en forma sobresaliente, los valdenses. En el propio país donde el papado había sentado sus reales, las iglesias del Piamonte mantenían su independencia. Pero llegó el tiempo en que Roma insistió en que éstas se sometieran. Sin embargo, algunos rehusaron ceder al Papa o a los prelados, y determinaron preservar la pureza y la sencillez de su fe. Se realizó una separación. Los que se adherían a la fe antigua, ahora se retiraron. Algunos, abandonando los Alpes nativos, levantaron el estandarte de la verdad en países extraños. Otros se refugiaron en las fortalezas rocosas de las montañas y allí conservaron su libertad para adorar a Dios.

Sus creencias religiosas se fundaban sobre la Palabra de Dios. Esos humildes campesinos, apartados del mundo, no habían llegado por sí mismos a la verdad en oposición a los dogmas de la iglesia apóstata. Sus creencias religiosas fueron la herencia que recibieron de sus padres. Ellos luchaban por la fe de la iglesia apostólica. “La iglesia del desierto”, y no la orgullosa jerarquía entronizada en la gran capital del mundo, era la verdadera iglesia de Cristo, la guardiana de los tesoros de la verdad que Dios encomendó a su pueblo para que fuera dada al mundo.

Entre las causas más importantes que determinaron la separación entre la iglesia verdadera y Roma, existía el odio que esta última profesaba hacia el día de reposo bíblico. Como lo había predicho la profecía, el poder papal echó por tierra la ley de Dios. Las iglesias, sometidas al papado eran obligadas a honrar el domingo. En medio del error prevaleciente, muchos de los verdaderos hijos de Dios estaban tan confundidos que observaban el sábado y al mismo tiempo no trabajaban el domingo. Pero esto no satisfacía a los dirigentes papales. Ellos exigían que el verdadero sábado fuera profanado, y denunciaban a los que se atrevían a manifestar que honraban ese día.

Centenares de años antes de la Reforma, los valdenses poseían la Biblia en su idioma nativo. Esto determinó que fueran un objeto especial de persecución. Ellos declaraban que Roma era la Babilonia apóstata del Apocalipsis. Con peligro de su vida se mantenían firmes para resistir sus corrupciones. Durante aquellos siglos de apostasía, hubo valdenses que negaban la supremacía de Roma, rechazaban el culto a las imágenes como idolatría y observaban el verdadero día de reposo.

Detrás de los majestuosos baluartes de las montañas, los valdenses establecieron un lugar de refugio. Esos fieles exiliados señalaban a sus hijos las alturas majestuosas, en cuyo pie se hallaban, y les hablaban acerca de Aquel cuya palabra es tan duradera como las colinas eternas. Dios había establecido con firmeza las montañas; ningún brazo sino el del infinito poder podía moverlas. De idéntica manera él había establecido su ley. Para el brazo humano, el cambiar un solo precepto de la ley de Dios era tan difícil como desarraigar las montañas y arrojarlas al mar. Esos peregrinos no exhalaban ninguna queja por las durezas que les deparaba su suerte; nunca estaban solitarios en medio de la soledad de las montañas. Se regocijaban en su libertad para adorar. Desde muchas alturas majestuosas entonaban alabanzas, y los ejércitos de Roma no podían silenciar sus cánticos de acción de gracias.

Conflicto cósmico

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