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Gobernar el cuerpo 8

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La vida es un regalo de Dios. Se nos ha dado nuestro cuerpo para que lo empleemos en el servicio a Dios, y él desea que lo cuidemos y apreciemos. Poseemos facultades físicas y mentales. Nuestros impulsos y pasiones tienen su asiento en el cuerpo, y por tanto no debemos hacer nada que contamine esta posesión que se nos ha confiado. Debemos mantener nuestro cuerpo en la mejor condición física posi­ble, y bajo una constante influencia espiritual, para que po­damos utilizar nuestros talentos de la mejor manera. Léase 1 Corintios 6:13.

El uso equivocado del cuerpo acorta ese período de tiempo que Dios ha designado para que lo utilicemos en su servicio. Cuando nos permitimos formar hábitos equivocados por acos­tarnos a altas horas de la noche y satisfacer el apetito a expen­sas de la salud, colocamos los fundamentos de la debilidad. Y cuando descuidamos el ejercicio físico, o recargamos de traba­jo la mente o el cuerpo, desequilibramos el sistema nervioso. Los que acortan su vida de este modo, por no hacer caso de las leyes naturales, son culpables de robarle a Dios. No tenemos derecho a descuidar o hacer un mal uso del cuerpo, la mente o las fuerzas, los cuales deberían utilizarse para ofrecer a Dios un servicio consagrado.

Todos deberían poseer un conocimiento inteligente de la constitución humana, con el fin de mantener su cuerpo en las mejores condiciones para realizar la obra del Señor. Los que forman hábitos que debilitan las energías nerviosas y dismi­nuyen el vigor de la mente o el cuerpo, se hacen a sí mismos ineficientes para el trabajo que Dios les ha pedido que hagan. Por otra parte, una vida pura y saludable es más favorable para el perfeccionamiento del carácter cristiano y para el desarrollo de sus facultades de la mente y el cuerpo.

La ley de la temperancia debe controlar la vida de cada cris­tiano. Dios debe estar en todos nuestros pensamientos; nunca debemos perder de vista su gloria. Necesitamos desembara­zarnos de toda influencia que pudiese cautivar nuestros pen­samientos y alejarnos de Dios. Tenemos ante Dios la sagrada obligación de gobernar nuestro cuerpo y controlar nuestros apetitos y pasiones de tal manera que no nos aparten de la pu­reza y la santidad ni alejen nuestra mente de la obra que Dios requiere que hagamos. Léase Romanos 12:1.

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