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La carrera cristiana

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“¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la ver­dad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal ma­nera que lo obtengáis. Todo aquel que lucha, de todo se abstiene: ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero no­sotros, una incorruptible. Así que, yo de esta manera corro, no como a la ventura; de esta manera peleo, no como quien golpea el aire, sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado” (1 Cor. 9:24-27). Los que participaban en la carrera con el fin de obtener el laurel que era considerado un honor especial, eran temperantes en todas las cosas, para que sus músculos, su cerebro y todos sus órganos estuviesen en la mejor condición posible para la carrera. Si no hubiesen sido temperan­tes en todas las cosas, no habrían adquirido la elasticidad que les era posible obtener de esa manera. Si eran temperantes, podían correr esa carrera con más posibilidad de éxito; estaban más se­guros de recibir la corona.

Pero, no obstante toda su temperancia –todos sus esfuerzos por sujetarse a un régimen cuidadoso con el fin de hallarse en la mejor condición–, los que corrían la carrera terrenal estaban expuestos al azar. Podían hacer lo mejor posible, y sin embar­go no recibir distinción honorífica; porque otro podía adelan­társeles un poco y arrebatarles el premio. Uno solo recibía el galardón. Pero en la carrera celestial todos podemos correr, y recibir el premio. No hay incertidumbre ni riesgo en el asunto. Debemos revestirnos de las gracias celestiales y con los ojos dirigidos hacia arriba, a la corona de la inmortalidad, tener siempre presente al Modelo. Fue Varón de dolores, experimen­tado en quebrantos. Debemos tener constantemente presente la vida de humildad y abnegación de nuestro divino Señor. Y a medida que procuramos imitarlo, manteniendo los ojos fijos en el premio, podemos correr esa carrera con certidumbre, sa­biendo que si hacemos lo mejor que podamos, lo alcanzaremos con seguridad.

Los hombres estaban dispuestos a someterse a la abne­gación y la disciplina para correr y obtener una corona co­rruptible, que iba a perecer en un día, y que era solamente un distintivo honroso de parte de los mortales. Pero nosotros estamos para correr la carrera que brinda la corona de in­mortalidad y la vida eterna. Sí, un inconmensurable y eterno peso de gloria nos será otorgado como premio cuando ha­yamos terminado la carrera. El apóstol dice: “Nosotros, una incorruptible” [v. 25].

Y si los que se empeñan en una carrera terrenal para reci­bir una corona temporal podían ser temperantes en todas las cosas, ¿no podemos serlo nosotros, que tenemos en vista una corona incorruptible, un eterno peso de gloria y una vida que se compara con la de Dios? Ya que tenemos este gran incenti­vo, ¿no podemos correr “con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe” (Heb. 12:1, 2)? Él nos ha indicado el camino y ha señalado todo el trayecto con sus pisadas. Es la senda que él ha recorrido, y podemos experimentar con él la abnegación y el sufrimiento, y andar en esa senda señalada por su propia sangre.

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