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Temperantes en todo 10

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La reforma pro salud es una parte importante del mensaje del tercer ángel; y como pueblo que profesa esta reforma, de­bemos avanzar continuamente y nunca retroceder. Es una gran cosa que podamos asegurarnos la salud acatando las leyes de la vida, y muchos no lo han hecho. Gran parte de las enfer­medades y los sufrimientos que abundan entre nosotros son el resultado de la transgresión de las leyes físicas, producto de los propios malos hábitos de la gente.

Nuestros antepasados nos han legado costumbres y ape­titos que están llenando el mundo con enfermedades. Las consecuencias de los pecados que los padres cometen al complacer los apetitos pervertidos recaen dolorosamente sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generaciones. La mala alimentación de muchas generaciones, los hábitos de glotonería y desenfreno de la gente, han hecho que se llenen nuestros hospicios, prisiones y manicomios. La intempe­rancia en el consumo de té, café, vino, cerveza, ron y bran­dy, además del uso de tabaco, opio y otros narcóticos, ha producido una gran degeneración mental y física que crece constantemente.

¿Son estos males que azotan a la raza humana un resultado de la providencia de Dios? No; en realidad existen porque la gente ha vivido en forma contraria a su providencia y to­davía continúa ignorando sus leyes irresponsablemente. Con palabras del apóstol, apelo a las personas que no han sido cegadas ni paralizadas por enseñanzas y prácticas erróneas, a quienes están listos para rendirle a Dios el mejor servicio del cual son capaces: “Hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Rom. 12:1, 2). No tenemos derecho a violar caprichosamen­te un solo principio de las leyes de la salud. Los cristianos no deben aceptar las costumbres y prácticas del mundo.

La historia de Daniel se registró para beneficio de nosotros. Él eligió una conducta que lo hizo conspicuo en la corte del rey. No se conformó a los hábitos alimentarios de los cortesa­nos, sino que propuso en su corazón no comer las carnes de la mesa del rey ni beber sus vinos. Esta decisión no fue tomada a la ligera ni de modo vacilante sino que fue con inteligencia y practicada resueltamente. Daniel honró a Dios; y en él se cumplió la promesa: “Yo honraré a los que me honran” (1 Sam. 2:30). El Señor le dio “conocimiento e inteligencia en todas las letras y ciencias” y también le concedió “entendi­miento en toda visión y sueños” (Dan. 1:17); de modo que llegó a ser más sabio que todos los miembros de la corte real, más sabio que todos los astrólogos y magos del reino.

Los que sirvan a Dios con sinceridad y verdad constituirán un pueblo peculiar, diferente del mundo y separado de él [1 Ped. 2:9]. Sus alimentos no serán preparados para complacer la glo­tonería o gratificar el gusto pervertido, sino para obtener de ellos la mayor fortaleza física y, en consecuencia, las mejores condi­ciones mentales...

La gratificación excesiva en la comida es un pecado. Nuestro padre celestial ha derramado sobre nosotros la gran bendición de la reforma pro salud para que lo podamos glorificar obedeciendo las demandas que hace de nosotros. Los que han recibido la luz acerca de este importantísimo tema tienen el deber de manifestar un mayor interés por los que todavía sufren por falta de conocimiento. Los que esperan el pronto regreso de su Salvador no deberían manifestar una falta de interés en esta gran obra de reforma. La acción ar­moniosa y saludable de todas las facultades del cuerpo y la mente produce felicidad; mientras más elevadas y lim­pias sean estas facultades, más pura y genuina será la feli­cidad. Una existencia sin propósitos es una muerte en vida. La mente debería preocuparse de los temas que se refieren a nuestros intereses eternos. Esto contribuirá a la salud del cuerpo y la mente.

Nuestra fe requiere que levantemos las normas de la refor­ma y demos pasos de progreso. Debemos separarnos del mun­do si queremos que Dios nos siga aceptando. Como pueblo, el Señor nos amonesta: “Salid de en medio de ellos, y apartaos... y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré” (2 Cor. 6:17). Pueda ser que el mundo los desprecie por no conformarse a sus normas ni participar en sus diversiones disipadas ni seguir sus costumbres perniciosas; pero el Dios del cielo ha prometido recibirlos y ser para ustedes un padre: “Y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso” (vers. 18).

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