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La obra de la santificación

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Estamos en un mundo que se opone a la justicia, a la pu­reza de carácter y al crecimiento en la gracia. Dondequiera que miramos, vemos corrupción y contaminación, deformi­dad y pecado. Y ¿cuál es la obra que hemos de emprender aquí precisamente antes de recibir la inmortalidad? Consiste en conservar nuestro cuerpo santo y nuestro espíritu puro, para que podamos subsistir sin mancha en medio de las co­rrupciones que abundan en derredor de nosotros en estos últimos días. Y para que esta obra se realice, necesitamos dedicarnos a ella enseguida con todo el corazón y el enten­dimiento. No debe penetrar ni influir en nosotros el egoís­mo. El Espíritu de Dios debe ejercer perfecto dominio sobre nosotros e influir en todas nuestras acciones. Si nos apro­piamos debidamente del cielo y el poder de lo alto, senti­remos la influencia santificadora del Espíritu de Dios sobre nuestro corazón.

Cuando hemos procurado presentar la reforma pro salud a nuestros hermanos, y les hemos hablado de la importancia del comer y el beber, y hacer para gloria de Dios todo lo que ha­cen, muchos han dicho por medio de sus acciones: “A nadie le importa si como esto o aquello; nosotros mismos hemos de soportar las consecuencias de lo que hacemos”.

Estimados amigos, están muy equivocados. No son los únicos que sufrirán como consecuencia de una conducta errónea. En cierta medida, la sociedad a la cual pertene­cen sufre por causa de vuestros errores tanto como ustedes mismos. Si sufren como resultado de vuestra intemperancia en el comer y el beber, los que estamos en derredor o nos relacionamos con ustedes también quedamos afectados por vuestra flaqueza. Sufriremos por causa de vuestra conduc­ta errónea. Si ella contribuye a disminuir vuestras faculta­des mentales o físicas, y lo advertimos cuando estamos en vuestra compañía, quedamos afectados por ello. Si en vez de tener un espíritu animoso son presa de la lobreguez, en­sombrecen el ánimo de todos los que los rodean. Si estamos tristes, deprimidos y angustiados, ustedes, si gozaran de sa­lud, podrían tener una mente clara que nos muestre la salida y dirija una palabra consoladora. Pero si vuestro cerebro está nublado como resultado de vuestra errónea manera de vivir, a tal punto que no pueden darnos el consejo correc­to, ¿no sufrimos acaso una pérdida? ¿No nos afecta seria­mente vuestra influencia? Tal vez tengamos un alto grado de confianza en vuestro juicio y deseemos vuestro consejo, porque “en la multitud de consejeros hay seguridad” (Prov. 11:14).

Deseamos que nuestra conducta parezca consecuente para quienes amamos, y deseamos buscar el consejo que ellos nos puedan dar con mente clara. Pero ¿qué interés tenemos en vuestro juicio si vuestra energía mental ha sido recargada hasta lo sumo y la vitalidad se ha retirado del cerebro para disponer del alimento impropio que se puso en el estómago, o de una enorme cantidad de alimento aunque sea sano? ¿Qué interés tenemos en el juicio de tales personas? Ellas lo ven todo a través de una masa de alimentos indigestos. Por tanto, vuestra manera de vivir nos afecta. Resulta imposible seguir una con­ducta errónea sin hacer sufrir a otros.

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