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La santificación es un principio viviente

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Consideremos la apelación que el apóstol Pablo hace a sus hermanos, por las misericordias de Dios, de que presenten su cuerpo en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios... La santificación no es una mera teoría, una emoción, ni un conjunto de palabras, sino un principio viviente y activo que compe­netra la vida de cada día. La santificación requiere que los hábitos referentes a la comida, la bebida y la indumentaria sean de tal naturaleza que preserven la salud física, mental y moral, de modo que podamos presentar nuestro cuerpo al Señor no como una ofrenda corrompida por los malos hábi­tos, sino como “un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios” (Rom. 12:1).

Que nadie que profesa piedad considere con indiferencia la salud del cuerpo, haciéndose la ilusión de que la intemperancia no es pecado ni afectará su espiritualidad. Existe una relación estrecha entre la naturaleza física y la moral. Los hábitos físi­cos elevan o rebajan la norma de la virtud. El consumo excesi­vo de los mejores alimentos producirá una condición mórbida de los sentimientos morales. Y si esos alimentos no son de los más saludables, los efectos son todavía más perjudiciales. Cualquier hábito que no promueva la salud del cuerpo huma­no, degrada las facultades elevadas y nobles del individuo. Los hábitos equivocados de comer y beber conducen a errores de pensamiento y acción. La complacencia de los apetitos forta­lece los instintos animales, dándoles la supremacía sobre las facultades mentales y espirituales.

El consejo del apóstol Pedro es: “Amados, yo os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de los deseos carnales que batallan contra el alma” (1 Ped. 2:11). Muchos consideran que esta amonestación se refiere sólo a los licenciosos; pero tiene un significado es más extenso. Estas palabras pueden proteger al cristiano contra la gratificación de cada apetito dañino y cada pasión. Es una advertencia muy enérgica contra el uso de estimulantes y narcóticos, tales como té, café, tabaco, alcohol y morfina. La complacencia de estos apetitos bien puede catalogarse entre las prácticas que ejercen una influencia perniciosa sobre el carácter moral del individuo. Mientras más temprano se formen estos hábitos perjudiciales, más firmemente esclavizarán a sus víctimas en el vicio, y más seguramente les harán rebajar las normas de la espiritualidad.

Las enseñanzas bíblicas causarán sólo una impresión dé­bil en aquellos cuyas facultades se hallen entorpecidas por la indulgencia del apetito. Hay miles que prefieren sacrificar no sólo la salud sino la vida misma, y aun su esperanza de alcan­zar el cielo, antes que declarar la guerra contra sus apetitos pervertidos. Una dama, que por muchos años pretendía estar santificada, dijo que si tuviera que escoger entre su pipa y el cielo diría: “Adiós cielo; no puedo vencer la afición que le tengo a mi pipa”. Este ídolo estaba entronizado de tal manera en su alma que dejaba un lugar secundario a Jesús. ¡Sin embargo esta dama pretendía pertenecer totalmente al Señor!

Los que son verdaderamente santificados, no importa dón­de se encuentren, mantendrán altas normas de moralidad al practicar hábitos físicos correctos y, como Daniel, constitui­rán un ejemplo de temperancia y autocontrol para los demás. Todo apetito depravado se convierte en una pasión descon­trolada. Toda acción contraria a las leyes de la naturaleza crea en el alma una condición enfermiza. La complacencia de los apetitos causa problemas digestivos, entorpece el fun­cionamiento del hígado y anubla el cerebro; de este modo se pervierte el temperamento y el espíritu del hombre. Y estas facultades debilitadas se ofrecen a Dios, quien rehusó aceptar las víctimas para el sacrificio a menos que fueran sin tacha. Tenemos la obligación de mantener nuestros apetitos y hábi­tos de vida en conformidad con las leyes de la naturaleza. Si los cuerpos que se ofrecen hoy sobre el altar de Cristo fueran examinados con el mismo cuidado con que se examinaban los sacrificios judíos, ¿quién sería aceptado con nuestros há­bitos de vida actuales?

Con cuánto cuidado deberían los cristianos controlar sus hábitos con el fin de preservar todo el vigor de cada facultad para dedicarla al servicio de Cristo. Si queremos ser santificados en alma, cuerpo y espíritu, debemos vivir en conformidad con la ley divina. El corazón no puede mantenerse consagrado a Dios mientras se complacen los apetitos y las pasiones en detrimento de la salud y la vida misma...

Las amonestaciones inspiradas del apóstol Pablo con­tra la complacencia propia continúan siendo válidas hasta nuestros tiempos. Para animarnos nos habla de la libertad que disfrutan los verdaderamente santificados. “Ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Rom. 8:1). A los gálatas los exhorta: “Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne. Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne” (Gál. 5:16, 17). Además indica algunas formas de pasiones carnales, tales como la idolatría y la borrache­ra. Después de mencionar los frutos del Espíritu, entre los cuales se halla la temperancia, añade: “Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (vers. 24).

Muchos profesos cristianos asegurarían hoy que Daniel fue demasiado exigente y lo tacharían de estrecho y faná­tico. Consideran de poca monta la cuestión de la comida y la bebida como para requerir una actitud tan decidida y que pudiera involucrar el sacrificio de toda ventaja terrenal. Pero los que razonan de esta manera se darán cuenta en el día del juicio que se habían alejado de los expresos requerimientos divinos y habían establecido su propio juicio como norma de lo bueno y lo malo. Entonces comprenderán que lo que para ellos parecía sin importancia era de suma importancia a los ojos de Dios. Las demandas de Dios deben obedecerse religiosamente. Quienes aceptan y obedecen uno de los pre­ceptos divinos porque les parece conveniente hacerlo, mien­tras ignoran otro porque les parece que su observancia les demandaría un sacrificio, rebajan las normas del bien y con su ejemplo arrastran a otros a considerar con liviandad la sa­grada ley de Dios. Un “Así dice el Señor” debiera ser nuestra norma en todo tiempo.

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