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Lecciones de la experiencia de Juan el Bautista 15

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Por mucho tiempo el Señor ha estado llamando la atención de su pueblo en cuanto a la reforma de la salud. Esta obra constituye una de las ramas principales en la preparación para la segunda venida del Hijo del Hombre.

Juan el Bautista avanzó con el espíritu y el poder de Elías para aparejar el camino del Señor y encaminar a los hombres por el sendero de la sabiduría de los justos. Fue un prototipo de quienes vivirían en los últimos días con el cometido divino de proclamar a la gente las verdades sagradas, con el fin de pre­parar el camino para la segunda venida de Cristo. Juan fue un reformador. El ángel Gabriel, al descender del cielo, pronunció un discurso sobre salud a los padres de Juan. Les dijo que no debía beber vino ni otras bebidas fuertes, y que debía ser lleno del Espíritu Santo desde su mismo nacimiento [Juan 1:6].

Juan se separó de sus amistades y los lujos mundanales. La sencillez de su indumentaria, una vestimenta fabricada de pelos de camello, fue una aguda reprensión para la extra­vagancia ostentosa de los sacerdotes judíos, así como para los demás. Su alimentación completamente vegetariana, de algarrobas y miel silvestre, constituía una reprensión contra la complacencia de los apetitos y la glotonería prevaleciente por doquiera.

El profeta Malaquías declara: “He aquí, yo os envío el profeta Elías, antes que venga el día de Jehová, grande y terrible. Él hará volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres” (Mal. 4:5, 6). Aquí el profeta describe el carácter del trabajo que debe realizarse. Los que lleven a cabo la obra de preparar el ca­mino para la segunda venida de Cristo están representados por el fiel Elías, así como Juan vino con el espíritu de Elías para preparar el camino del primer advenimiento de Cristo. El gran tema de la reforma debe presentarse ante el mundo y la mente de la gente debe ser impresionada. El mensaje debe caracterizarse por la práctica de la temperancia en to­das las cosas, para que el pueblo de Dios se vuelva de su idolatría, de su glotonería y de su extravagancia en el vestir y otros asuntos.

La abnegación, la humildad y la temperancia que Dios requiere de los justos, a quienes dirige y bendice de manera especial, deben ser presentadas a las gentes en contraste con los hábitos extravagantes y destructivos de quienes viven en esta época depravada. Dios nos ha mostrado que la reforma de la salud está conectada tan estrechamente con el mensaje del tercer ángel como lo está la mano con el cuerpo. En nin­guna parte se encuentra mayor causa de decadencia moral y física como en el descuido de este importante tema. Los que dan rienda suelta a los apetitos y pasiones y cierran los ojos a la luz por temor a descubrir complacencias pecaminosas que no desean abandonar, son culpables ante los ojos de Dios. Quienquiera que rechaza la luz que se le da sobre un asunto, predispone su corazón para rechazar de la luz sobre otros. El que viola las obligaciones morales relacionadas con la comida y la vestimenta, prepara el camino para quebrantar las exigencias divinas que tienen que ver con los intereses eternos.

Nuestro cuerpo no nos pertenece. Dios tiene el derecho de exigir que cuidemos de la habitación que nos ha dado, con el fin de que presentemos nuestro cuerpo en sacrificio vivo, santo y agradable a Dios. Nuestro cuerpo le pertenece al Dios que nos creó, y nosotros estamos moralmente obligados a aprender la mejor forma de preservarlos de la enfermedad [1 Cor. 6:19, 20]. Si debilitamos nuestro cuerpo a causa de la autocomplacencia, satisfaciendo los apetitos y vistiéndonos al compás de modas perjudiciales para la salud, sólo por el afán de mantenernos en armonía con el mundo, nos convertimos en enemigos de Dios...

La providencia divina ha estado impresionando al pueblo de Dios para que abandone las costumbres extravagantes del mundo, se aparte de la complacencia de apetitos y pasiones, y adopte una posición firme sobre la plataforma del dominio propio y la temperancia en todas las cosas. El pueblo dirigi­do por Dios será peculiar; un pueblo diferente al mundo. Si aceptan la dirección de Dios cumplirán los propósitos divinos y someterán su voluntad a la suya. Entonces Cristo morará en su corazón. El templo de Dios será santo. Vuestro cuerpo, dice el apóstol, es el templo del Espíritu Santo. Dios no requiere que sus hijos se nieguen a sí mismos al punto de debilitar sus energías físicas. Él exige que sus hijos obedezcan las leyes naturales con el fin de promover una buena salud. El cami­no de la naturaleza es el sendero que Dios ha marcado y es suficientemente amplio para todos los cristianos. Dios nos ha colmado, con su mano cariñosa, de ricas y abundantes bendi­ciones para nuestro propio sustento y deleite. Pero, para que gocemos del apetito natural que preserva la salud y prolonga la vida, él restringe ese mismo apetito. Nos amonesta: “Cuídense de los apetitos artificiales; contrólenlos, rechácenlos”. Cuando cultivamos un apetito pervertido, transgredimos las leyes de nuestro organismo y nos echamos encima la responsabilidad del abuso de nuestro propio cuerpo y de acarrear enfermedades sobre nosotros mismos...

El dominio propio es esencial en toda religión genuina. Los que no han aprendido a negarse a sí mismos se hallan destitui­dos de la piedad práctica vital. Es inevitable que las demandas de la religión afecten nuestras inclinaciones naturales y nues­tros intereses temporales. Todos tenemos una obra que hacer en la viña del Señor.

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