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ESCENA I CASANDRA, EL RAPSODA

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CASANDRA.—Bienvenido. A ver si con tus canciones me distraes un momento. Estoy enferma de pasión de ánimo. Dicen que soy feliz… Nada me falta: tengo mis ruecas de marfil cargadas de lino finísimo; mis arcas de cedro, llenas de túnicas bordadas y de velos sutiles; los árboles del huerto me dan frutos en sazón; las vacas, densa y pura leche… y yo, ni hilo, ni me adorno, ni gusto las manzanas, ni voy al establo… Oprímese mi corazón; y cuando la pálida Selene cruza en su esquife de plata, y la brisa de primavera arranca perfumes a los nardos, siento que desearía morir, disolviendo mi alma en lo infinito.

EL RAPSODA.—Tu estado, infanta, es igual al de todas las doncellas y los mozos de este reino, desde que vivimos bajo el terror de la Quimera, cuyo aliento de llama engendra la fiebre y el frenesí. El monstruo, a quien nadie se atreve, se habrá aproximado a los jardines de tu palacio, rondando tus establos o buscando quizás presa más noble, y te ha inficionado con ese veneno de melancolía y de aspiraciones insanas. ¿Cuándo un héroe, un nuevo Teseo, nos libertará de la Quimera maldita?

CASANDRA.—Te aseguro que yo no tengo miedo a la Quimera. Al contrario, me agradaría verla y sentir su inflamada respiración.

EL RAPSODA.—Ahí está el mal. ¡La Quimera no es odiosa como el Minotauro! El ansia del misterio de su forma te consume. ¡Ah, princesa! Olvídala si quieres vivir. ¿Permitirás que, inmóvil ante ti como ante el altar de las divinidades, te recite una epoda?

CASANDRA.—¿Una epoda? No.

EL RAPSODA.—¿Un sacro peán? ¿Un alegre ditirambo?

CASANDRA.—Tampoco. ¿Por qué no me recitas la historia de Cálice?

EL RAPSODA.—Porque acrecentará tu pasión de ánimo.

CASANDRA.—Mejor. No quiero estar triste a medias, ni a medias regocijarme. Deseo ahondar en mí misma y rasgar el velo de mi santuario. Recita, recita esa historia de amor y lágrimas.

EL RAPSODA. (Recitando):

Venus cruel, divina y vencedora,

mira a Cálice, la infeliz doncella.

Fue su delito amar: y el insensible

a quien amó, la despreció riendo.

Ante tus aras, Madre de la vida,

Cálice se postró: tórtolas nuevas

y corderillos tiernos ofreciote.

Nada logró: que tú también, oh blanca,

pisas el corazón con pie de hierro.

Y Cálice, una tarde (cuando Apolo

su disco de oro y luz sobre las aguas

reclina para hundirse lentamente),

sola avanzó hasta el seno misterioso

del azulado piélago dormido.

Abriéronse las ondas, y tragaron

el cuerpo de la virgen. ¡Oh doncellas

de Licia! ¡Traed rosas! ¡Traed rosas!

No lloréis, que Cálice ya no sufre.

CASANDRA.—Gracias, rapsoda. Me has hecho mucho bien: estoy ahora triste del todo, y mi alma es como estancia bañada por la luna. Mas ¿quién llega por el jardín?

EL RAPSODA.—Un extranjero, infanta.

CASANDRA.—Ve y dile que pase, que en este palacio se ejerce la hospitalidad.


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