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ESCENA II CASANDRA, MINERVA

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CASANDRA.—Aquí debe de ser. Veo la boca del antro. Escondida detrás de aquellos peñascales asistiré al combate; y si mi amado perece, saldré a entregarme al monstruo para que me haga pedazos también.

MINERVA.—¿Cómo en este paraje hórrido, infanta de Licia? ¿Cómo has abandonado tus estancias atestadas de riquezas, tus jardines deleitosos, donde músicos y rapsodas, juglares y acróbatas, porfían en inventar canciones y juegos con que entretenerte? ¿Ignoras cuánto valen la paz y el honor de que disfrutas? ¿No piensas en la aflicción de tu padre si la Quimera te destroza? Vuélvete.

CASANDRA.—¿Quién eres para hablarme así?

MINERVA.—Un numen.

CASANDRA.—No me suena tu voz cual suena la de los númenes y los oráculos. Voz me parece de la tierra, de la pedestre prudencia y de la senil sabiduría. Los númenes deben alentarnos cuando un generoso arranque nos alza del suelo. Quizás entonces nos parecemos a los númenes. ¡Númenes somos quizás!

MINERVA.—¡Insensata! ¡Nadie me ha desdeñado que no se haya arrepentido! Otro consejo y desóyelo si quieres. La Quimera va a salir de su guarida…

CASANDRA.—Sí; percibo el sofocante calor de su resuello.

MINERVA.—Olfatea la presa. Apártate, huye: la atrae tu presencia.

CASANDRA.—¿La tuya no?

MINERVA.—No. Para ella soy invulnerable. (Salen CASANDRA y MINERVA).


La quimera

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