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Prólogo

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Emilia Pardo Bazán es una de las pocas escritoras que forman parte del canon literario del siglo XIX. Uno de los pocos nombres femeninos incluidos en los manuales de literatura.

Sin embargo, las líneas que se le dedican no suelen ir más allá de señalarla como una representante destacada del naturalismo y una escritora que mantuvo contacto con importantes autores franceses de la época (Víctor Hugo, Zola). Tal vez se mencione su relación personal con Pérez Galdós, como si esta justificara la relevancia de su literatura, y sus intentos fallidos de ocupar un sillón en la Real Academia Española de la Lengua, más como una anécdota por las reacciones virulentas y misóginas de quienes velaban por el buen nombre de dicha institución que como una injusticia flagrante para con la escritora gallega.

Emilia Pardo Bazán fue una mujer que huyó de etiquetas y de reduccionismos, que no consintió que la utilizaran para avalar movimientos o causas: una mujer curiosa, inquieta, fiel al consejo de su padre de que no había nada que un hombre pudiese hacer y que a ella le fuese vedado.

Fue una intelectual mucho más política de lo que se la ha considerado, una mujer moderna, cosmopolita, con un profundo sentimiento nacionalista español. Católica, feminista —con un pensamiento más cercano al actual que al de su propio tiempo— y elitista. Una figura cargada de contradicciones, «siempre con el deseo de explorar una cosa y su contraria», como señala su última biógrafa, Isabel Burdiel. Alguien que no quiso ponerle límites a sus inquietudes intelectuales y a su afán observador. Estudiosa de las distintas corrientes culturales y políticas de su época, españolas y europeas, siempre estuvo pendiente de los avances científicos de su tiempo. Emilia Pardo Bazán trabajó a conciencia su perfil público de pensadora, erudita y escritora profesional, una cuestión excepcional en el siglo XIX.

El desarrollo de una personalidad tan arrolladora tuvo lugar desde el privilegio de haber nacido en una familia muy bien situada socialmente —aunque no fue aristócrata hasta 1871, cuando se le otorgó el título de conde a su padre, José Pardo Bazán y Mosquera—, adinerada y liberal. Hija única, se educó en casa, como correspondía a las señoritas de su posición, pues los centros de aprendizaje eran concebidos exclusivamente para los varones. De 1857 a 1860, la familia se traslada a Madrid para que la pequeña Emilia pudiese asistir a un colegio francés, uno de los más elegantes de la capital. Su familia siempre alentó su gusto por la lectura, y la joven tuvo libertad para acceder a la biblioteca paterna y a las de los amigos de los Bazán de la Rúa. Su padre solicitó licencia eclesiástica para que su hija, desde los dieciocho años, pudiera leer libros considerados heterodoxos.

Conferenciante, editora, crítica, periodista, novelista, triunfó en todos los géneros literarios que cultivó, salvo en el teatro. Hablaba francés —impartió conferencias en París—, inglés y alemán, idioma este último que aprendió para leer a los filósofos alemanes en su lengua original. Se separó de su marido, con quien siempre mantuvo una relación cordial, y solo unos meses después pasó a formar parte de la Asociación de Escritores y Artistas Españoles. Viajaba sola y pasaba largas temporadas en París. Las mañanas las dedicaba a la investigación en la Biblioteca Nacional y por las tardes asistía a reuniones de sociedad, donde alternaba con lo más granado de la Europa de la época.

Emilia Pardo Bazán fue una escritora prolífica, una cuentista brillante con más de seiscientos cuentos publicados, pionera en el género negro y policíaco. Y aunque nunca se limitó a un estilo ni a un género, tal vez su obra mejor lograda sea su propio recorrido vital, lleno de luces y sombras, incapaz de ajustarse a unas líneas y a una sucesión de tópicos, una mujer en constante evolución, que supo avanzar a pesar de las enormes dificultades sufridas por las mujeres de su tiempo, deseosas de ser algo más que el ángel de su hogar.

Las obras de madurez de la escritora coruñesa están consideradas, por parte de la crítica actual, como lo mejor de su amplia trayectoria.

A este periodo pertenece La quimera, a la que seguirán Dulce dueño y La sirena negra, trilogía conocida con el título de Triunfo, amor y muerte.

La intención de Pardo Bazán era conformar una serie, «el ciclo de los monstruos», que continuaría con La sirena rubia, La esfinge y El dragón. Desgraciadamente, estos nunca llegaron a materializarse.

La quimera, publicada por fascículos en la revista La Lectura, se presentó como libro en 1905. El protagonista es Silvio Lago, un pintor gallego decidido a triunfar y a dedicar su vida a la búsqueda de un estilo propio que le permitiera aportar algo nuevo a su arte. Procedente de una familia de escasos recursos, la historia comienza con Lago de regreso de Buenos Aires, como tantos migrantes españoles de la época. Con el apoyo de la baronesa de Dumbría y su hija, una compositora consagrada, el joven pintor se dará a conocer en Madrid. Seguirá su camino hacia París y, tras vivir distintos episodios de variada naturaleza, regresará de nuevo a la Alborada, nombre que Pardo Bazán utiliza para referirse a Galicia.

Esta estructura circular muestra el desarrollo del personaje, pues el Lago que salió de Meirás —casa de verano de las de Dumbría— no será el mismo que regrese tiempo después. Las experiencias vividas, las personas que ha ido conociendo en su recorrido y las constantes dudas sobre el sentido de su vida y de su arte lo han transformado por completo.

Esta edición de la obra inaugural de Triunfo, amor y muerte se acompaña de un prólogo de la autora gallega, en el que intenta salir al paso de las acusaciones de haberse inspirado en nombres de la sociedad del momento. Para quien se acerque a su lectura en la actualidad, puede resultar de interés saber que Silvio Lago está claramente inspirado en Joaquín Vaamonde, pintor coruñés que, al igual que el protagonista de La quimera, pidió a Pardo Bazán que le permitiera retratarla y que mostrara el resultado a sus amistades en Madrid, lo que le supuso numerosos encargos. Ese primer retrato es el que ilustra la cubierta de esta edición de La quimera.

Si Lago es un claro trasunto de Vaamonde, se puede adivinar a Emilia tras el personaje de Minia de Dumbría, la afamada compositora, generosa confidente de Silvio; pero también podemos encontrar pequeños detalles fácilmente identificables en la vizcondesa de Ayamonte, Clarita. Incluso en los desvelos artísticos de Lago.

Los personajes femeninos resultan especialmente atractivos por su variedad, sus claroscuros y su autonomía. La novela cuenta con un amplio abanico de mujeres fuertes, cada una a su manera, que no responden a los modelos habituales: una ha entregado su vida al arte, la quimera que terminará por devorar también a Vaamonde, pero ella lo hará desde el sosiego que le proporciona su posición acomodada; otra terminará por entregarse a la religión —a pesar de la negativa de su familia—, dichosa de encontrar, por fin, una razón de ser. No falta la que se verá engullida por el tedio y busque medios menos espirituales de soportar el mal du siècle, desembocando en pura maldad y, finalmente, la que decide desempeñar el papel de madre y protectora del pintor.

La quimera es un ejemplo de la maestría de Emilia Pardo Bazán en el género de la novela: su capacidad de observación, de análisis de una sociedad que sufría el mal del fin de siglo, la creación de personajes —resultan significativos los nombres elegidos y su constante evolución—, la ambientación y las descripciones minuciosas. Todo ello nos permitirá recorrer las calles de Madrid y de París, movernos por los salones de la alta sociedad del XIX, compartir las reflexiones de Lago sobre el arte de los grandes pintores y vivir las angustias de sus personajes.

La quimera fue, y es, una obra valiente y con méritos suficientes para ser rescatada del olvido y ser reivindicada como un clásico de la literatura. Una de esas novelas que, al igual que su singular creadora, se ha ganado el derecho a ser considerada una obra imprescindible.

Ela Alvarado

La quimera

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