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TIEMPO LIBRE

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Cuando aparecimos aquí, en la Tierra (es una manera de hablar), los procesos de construcción ya estaban muy avanzados y, obviamente, se habían llevado a cabo sin nuestra participación. La mayoría de los materiales, por no decir todos, eran de importación. Procedían de las estrellas.

Lo ya construido es lo que llamamos «la naturaleza».

Si la naturaleza te proporciona absolutamente todo lo que necesitas, casi se puede decir que vives en el paraíso. Cuando no te da nada te mueres. Desde el origen, la vida de los seres humanos se ha desarrollado entre esos dos extremos, para conseguir, con mayor o menor éxito, satisfacer necesidades tan básicas como techo, comida y vestido.

Lo primero que hay que hacer antes de construir algo es utilizar lo que tienes a mano (la naturaleza no te lo da todo, pero te da bastantes cosas). Para combatir las inclemencias del tiempo y los horrores de la noche el hombre buscó refugio en cuevas naturales (las cavernas). Seguro que las había mejores y peores, y que a base de probar la gente se quedaba en la que reunía las mejores condiciones. Si siempre acabas yendo a la misma cueva, lo que empieza como refugio puede acabar siendo vivienda. Es entonces cuando acondicionas el interior (todo parece indicar que el interiorismo fue una práctica anterior a la arquitectura). Se mejora la seguridad de la entrada, se busca un sitio en el que poder hacer fuego y no morir asfixiado por el humo y, si se tercia —¿por qué no?—, se decoran las paredes con pinturas al fresco. En definitiva, se acondiciona un lugar en el cual poder estar tranquilo, al menos durante un rato, que es de lo que se trata. Todo esto, insisto, siempre y cuando se hayan alcanzado los mínimos que exige la supervivencia. Está claro que no puedes ponerte a dibujar paredes si estás aterido de frío, muerto de hambre o bajo la amenaza de un tigre dientes de sable.

Este espacio-tiempo de «tranquilidad» es esencial para iniciar cualquier juego de construcciones (en realidad para iniciar cualquier tipo de juego). Cuando huyes porque te está persiguiendo una fiera cuyo único objetivo es devorarte, no puedes, a la vez que corres, diseñar y construir una lanza con una afilada punta de sílex atada con un trozo de liana a un palo de madera. En ese momento, lo único que puedes hacer es correr.

Es por esto que se hace tan necesario, hasta el punto de que debe incluirse entre los factores de supervivencia, poder disponer de tiempo libre en un espacio adecuado. Son las condiciones iniciales del juego, sin las cuales no se puede empezar a construir nada.

Una vez sabes de qué materiales dispones, el primer paso es construir herramientas. Las primeras herramientas se utilizan para hacer dos cosas tan básicas como cortar y golpear. Luego vienen otras más sofisticadas, que sirven para afilar, pulir o coser. Y es que comer lleva a cocinar; vestirse, a tejer; y disponer de un techo, a construir casas. Y para hacer todo esto era necesario disponer de herramientas, materiales y… tiempo.

Eran vidas cortas e intensas en las que los humanos actuaban motivados por el miedo, la necesidad y la curiosidad. Probablemente en este orden.

En el mejor de los casos, el entorno puede facilitar materiales muy básicos como piedras, maderas y algún tipo de cuerda vegetal. Son con los que se empezaron las primeras construcciones. Pasado algún tiempo, pongamos un par de millones de años, empezaron a utilizarse materiales que no fueran piedras más o menos modificadas. Fue un momento clave de la prehistoria, en el que se pasó de la Edad de Piedra a la Edad de los Metales. Y fue entonces cuando asomaron los primeros elementos del casillero.

La lista de estos primeros elementos es relativamente corta: cobre, hierro, estaño, plomo, oro, plata y algunos más exóticos, como el mercurio o el azufre. La mayoría en estado nativo. Todos ellos jugaron, en mayor o menor medida, un papel crucial en la historia de la humanidad, hasta el punto en que la Edad de los Metales se subdivide en la Edad de Cobre, de Bronce o de Hierro1, elementos con los que se construían herramientas, recipientes, objetos decorativos o joyas. Y también armas.

Dominar los elementos significa que vas a sobrevivir, pero también que vas a empezar a competir; con la naturaleza, con los animales y también con seres de tu misma especie. La posesión de una herramienta potente nos da seguridad y también una incipiente sensación de poder.

Imagínate la siguiente situación: estás en un campo de batalla y te vas a enfrentar al enemigo. Es una lucha a base de espadas y escudos. Cuando se produce tu primer encuentro y tu espada choca con la del enemigo oyes un ruido seco, diferente del que estás habituado. Tu espada se ha partido en dos, mientras que la de tu oponente sigue intacta. En un instante, tu asombro deja paso al miedo: sabes que estás muerto. Algo así debió suceder cuando los egipcios, con sus espadas de bronce, se enfrentaron por primera vez a los hititas, un pueblo que había aprendido a construir espadas de hierro. La carrera armamentística, que comenzó en los albores de la historia y continúa sin respiro hasta nuestros tiempos, es el ejemplo paradigmático de un escenario altamente competitivo, en el que los elementos del casillero han desempeñado un papel decisivo.

El conocimiento de los elementos se ceñía a las cualidades que manifestaban, ya fueran de carácter práctico o con tintes metafísicos. Se hablaba así de la magia del oro, de la fuerza del hierro o de la maldición bíblica del azufre, que podía llover de los cielos en forma de fuego.

La aparición de nuevos elementos y su identificación (por no hablar de su posible utilización) fue un proceso muy, muy lento. Pensemos que hasta la primera mitad del siglo XVIII tan solo se conocían 14 elementos: carbono, azufre, hierro, cobre, zinc, arsénico, plata, estaño, antimonio, oro, mercurio, plomo, bismuto y fósforo, más o menos en este orden. Esta escasez de elementos conocidos se debió en gran parte a la dificultad que supone obtener elementos que no se encuentren en estado nativo, muchos de los cuales requieren para su extracción o aislamiento de operaciones de cierta complejidad. Fue con el progresivo desarrollo técnico y científico que el número de elementos conocidos fue aumentando. La búsqueda de elementos nuevos se convirtió en un fin en sí mismo. Fue entonces cuando aparecieron los «cazadores de elementos». En los siglos XVII y XVIII la lista se incrementó en 12 elementos y en la primera década del XIX se amplió con otros 16.

Se había iniciado el fascinante proceso en el que la alquimia acabaría siendo química y la magia se transformaría en ciencia.

1 Aunque el bronce es una aleación de cobre y estaño, lo que supone un estado más avanzado en la manipulación de elementos.

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