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II. EL PAPEL DE LOS SISTEMAS REGIONALES EN LA PROTECCIÓN DE LOS DERECHOS POLÍTICOS
ОглавлениеConsideración aparte merece el rol jugado por uno y otro sistema regional de protección de Derechos Humanos. Gran parte de su papel ha dependido de su configuración a nivel organizativo y funcional destacando en este sentido la desaparición de la Comisión Europea en 1998 con la entrada en vigor del Protocolo Facultativo número 11 y la permanencia de la CIDH como órgano propio de la OEA a diferencia de la Corte IDH que está vinculada a la CADH y no a la OEA en su totalidad. En su apartado tercero la CADH reconoce la permanencia de la CIDH como un órgano de filtro en las demandas individuales presentadas ante la Corte IDH, como un órgano propio de la OEA y como un órgano de protección de los DDHH en tanto en cuanto su competencia es triple puesto que viene establecida en la Carta de la OEA por un lado, tiene competencia para la aplicación de la Declaración Americana sobre los Deberes y Derechos del Hombre que es de obligado cumplimiento para quienes la suscribieron y quienes se han adherido posteriormente a la OEA al formar parte de sus fundamentos básicos como costumbre internacional, a pesar de no incluir un órgano de control entre sus disposiciones, y, juega un papel esencial en el marco ofrecido por los 23 Estados parte en la CADH como receptor de una queja individual y comunicaciones interestatales y como sujeto con legitimación activa para litigar ante la Corte IDH. Roberston matiza que si bien es cierto que ambas comisiones, la europea y la interamericana, han compartido durante la vigencia de la primera elementos comunes, sus relaciones con los Estados parte han sido diferentes puesto que
“en Europa hasta la existencia de la Comisión Europea tenía (con algunas raras excepciones) la cooperación de los gobiernos, en cambio la CIDH tuvo que lidiar con problemas muy diferentes: detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas y en ese sentido los Estados más como antagonistas que como socios.”17
Continuando con el rol jugado por ambos tribunales en el plano organizativo y funcional, lo cierto es que el sistema interamericano sufre de algunas desventajas, especialmente, si se traslada el análisis al plano del alcance de sus actuaciones, a saber, no se trata de un tribunal permanente, al contrario que su homólogo europeo y el artículo 62 de la CADH impone un sistema de doble aceptación para la activación de la competencia de la Corte IDH que pasa por la ratificación de la CADH y el reconocimiento de la competencia de la Corte IDH. En este sentido, entendiendo la ratificación como la acción principal y la aceptación como secundaria cabría pensar que la posterior denuncia de la CADH afectaría también a la aceptación de la competencia de la Corte IDH invalidándola; no obstante, cuando en 1999 el estado peruano retiró el reconocimiento de la competencia contenciosa de la Corte IDH, el fallo emitido el 24 de septiembre de 1999 dejaba clara cuál era la línea interpretativa que la Corte IDH en atención a las facultades que la CADH le otorgaba iba a seguir en ese sentido. La Corte IDH asumió lo expresado por la CIDH en sus observaciones de 10 de septiembre de 1999, concretamente que “un Estado en un acto unilateral, no puede privar a un tribunal internacional de la competencia que éste ha asumido previamente; la posibilidad de retirar el sometimiento a la competencia contenciosa de la Corte no está prevista en la CADH, es incompatible con la misma y no tiene fundamento jurídico.”18
Son los párrafos 35 y 36 los que sintetizan el posicionamiento de la Corte IDH en esta materia entendiendo que
“la aceptación de la competencia contenciosa de la Corte constituye una cláusula pétrea que no admite limitaciones que no estén expresamente contenidas en el artículo 62.1 de la CADH. Dada la fundamental importancia de dicha cláusula (…) no puede ella estar a merced de limitaciones no previstas que sean invocadas por los Estados parte por razones de orden interno. Los Estados parte en la CADH deben garantizar el cumplimiento de las disposiciones convencionales y sus efectos propios en el plano de sus respectivos derechos internos. Este principio se aplica (…) también en relación con las normas procesales (…). Tal cláusula, esencial a la eficacia del mecanismo de protección internacional debe ser interpretada y aplicada de modo que la garantía que establece sea verdaderamente práctica y eficaz.”19
Esta firmeza en la interpretación de la asunción de la competencia de la Corte IDH dota al sistema de un refuerzo del que carece en términos políticos ya que se trata de una corte esencialmente latinoamericana, frente a la única ausencia de dos Estados en el CEDH (Bielorrusia y El Vaticano) y a la ausencia de un proceso de integración similar al de la UE en el continente americano. Cançado afirmaba que el sistema interamericano requería dos cosas, primero, la necesidad de universalizar el sistema interamericano de protección de los DDHH a todos los Estados miembros de la OEA y, segundo, la obligación de asumir la competencia contenciosa de la Corte IDH por parte de todos los Estados miembros de la CADH20. Evidentemente, en línea con lo afirmado por Buergenthal y Douglas, el peso de cumplir esos huecos no recae sobre la CIDH ni sobre la Corte IDH toda vez que se trata de una cuestión política y esos organismos cuentan con un mandato de funcionalidad y operatividad al margen de cuestiones de esa índole porque sino el sistema carecería de cualquier tipo de eficacia práctica21.
Es ese mandato de operatividad el que ha permitido a la Corte IDH desempeñar una profunda e importante labor en un contexto político, territorial y regional complejo, diverso, convulso y con la ausencia de esa uniformidad en niveles de desarrollo que caracteriza la acción del TEDH, especialmente, a través de una firme determinación en el desarrollo de la tarea interpretativa que la CADH le encomendaba a través de tres vías: opiniones consultivas, desarrollo progresivo y control de convencionalidad.
Ovey y White exponen que, en materia consultiva, la función desempeñada por la Corte IDH es más fructífera por su configuración que la del TEDH mucho más restringida al ámbito propio del CEDH22. Es especialmente relevante en este sentido la Opinión Consultiva 1/82 de la Corte IDH donde afirma que
“la función consultiva de la Corte (…) tiene por finalidad coadyuvar al cumplimiento de las obligaciones internacionales de los Estados Americanos en lo que concierne a la protección de los derechos humanos, así como al cumplimiento de las funciones que en este ámbito tienen atribuidos los distintos órganos de la OEA.”23
A esa misma conclusión ha llegado Nikken al afirmar que la competencia consultiva de la Corte IDH es un elemento coadyuvante e integrador de un sistema completo de protección de DDHH que va más allá de la CADH para dotar de coherencia y efectividad a todo el DIDH puesto que es un mecanismo preventivo que se anticipa al conflicto o a un posible contencioso, que enriquece el acervo jurisprudencial y que tiene carácter vinculante en relación a los Estados parte en la CADH pero que también puede ser empleado sin ese efecto obligatorio para todos los Estados de la OEA, especialmente en materia de compatibilidad entre legislación interna y CADH u otros convenios internacionales24.
En materia de desarrollo progresivo, la propia OEA en el año 1996 dejó constancia del papel de la OOII en el desarrollo progresivo del DIP y del DIDH en la Declaración de Panamá sobre la contribución interamericana a desarrollo y codificación del DIP. Las aportaciones son innegables y abarcan aspectos tan variados como la primacía del principio de no intervención frente a la Doctrina Monroe, a pesar del desarrollo de la doctrina propia de la Escuela de Chicago en los años 80 en las relaciones América Latina-Estados Unidos25; los primeros intentos en el desarrollo de la protección a los pueblos indígenas; la primera declaración protegiendo los derechos de las personas con discapacidad y la inclusión del principio de democracia representativa para poder ser admitido como Estado miembro de la OEA. Siguiendo esa línea, la Corte IDH es la que ha incluido los primeros pronunciamientos vinculantes de un tribunal internacional en materia de justicia transicional aplicables a todos los Estados parte de la CADH en materia de justicia, verdad, reparación y garantías de no repetición por su vinculación con los derechos protegidos en la CADH y con el principio democrático, y refiriéndose, no sólo a casos concretos como ocurrió en la sentencia del TEDH relativa al caso Vasiliauskas contra Lituania; la instauración del requisito de consulta previa en relación al derecho a la propiedad privada y colectiva de los pueblos indígenas y tribales contando con 13 sentencias sobre el tema relativas a Nicaragua, El Salvador, Panamá, Uruguay, Paraguay, Colombia, Brasil, Surinam y Argentina.
Esto no supone negar o restar valor a los pronunciamientos del TEDH pero sí permite realizar una distinción conceptual importante entorno a los sistemas de protección de los DDHH y es que partiendo del carácter solucionador y próximo que se le atribuye a los mecanismos regionales, su labor puede girar entorno a dos conceptos: seguridad jurídica o labor interpretativa. En otras palabras, el posicionamiento que pueden adoptar puede ser en la línea de interpretaciones vinculadas a la literalidad de su instrumento de referencia o interpretaciones vinculadas a su capacidad hermenéutica. La Corte IDH en su opinión consultiva 14/1994 expone cuál es su labor, a saber,
“busca no solo desentrañar el sentido, propósito y razón de las normas internacionales sobre derechos humanos, sino, sobre todo, asesorar y ayudar a los Estados miembros y a los órganos de la OEA para que cumplan de manera cabal y efectiva sus obligaciones internacionales en la materia (…) se trata de interpretaciones que contribuyan a fortalecer el sistema de protección de los derechos humanos.”26
En otra línea, el TEDH ha articulado su misión entorno al conocido como standard mínimo exigible a los sistemas internos de derechos en Europa siguiendo lo establecido en el artículo 60 del CEDH, a saber, “ninguna de las disposiciones del presente convenio será interpretada en el sentido de limitar o perjudicar aquellos derechos humanos y libertades fundamentales que podrían ser reconocidos conforme a las leyes de cualquier Alta Parte Contratante.”
Freixes Sanjuan expone que en materia de impacto en el ámbito nacional de las decisiones del TEDH, lo relevante son los principios jurisprudenciales interpretativos que el tribunal ha ido construyendo a lo largo de las décadas y que resultan de aplicación a cualquier derecho que quiera o deba ser interpretado27; en otras palabras, en materia sustantiva, la labor del TEDH no ha sido determinante como por el contrario, sí lo ha sido en el plano de la determinación de criterios interpretativos uniformes en el continente europeo. Esta diferencia entre la labor desempeñada por uno y otro tribunal tiene que ver con el contexto político y social en el que cada uno ha desarrollado su labor y con el tipo de problemática en conflicto como regla mayoritaria; concretamente, los casos del TEDH se han situado en el plano de la yuxtaposición entre dos derechos enfrentados, mientras que los de la Corte IDH se han situado en el plano de un derecho y una acción estatal; de ahí que cada tribunal haya adoptado posicionamientos distintos en cuanto al contenido de sus sentencias. Esto está, de nuevo, tremendamente vinculado al contexto político ya que son diferentes las tipologías y naturaleza de los conflictos que pueden plantearse en democracias consolidadas, donde lo necesario es definir el juego y el encaje entre derechos; que en democracias nacientes donde perviven tanto instituciones semiautoritarias como conflictividades heredadas de la etapa dictatorial, donde lo necesario es definir las reglas del juego democrático.
También es relevante el papel que la Corte IDH ha atribuido al conocido principio de efectividad, especialmente en un ámbito tan sensible de soberanía como son los derechos políticos y el principio democrático. Ya en su sentencia de 29 de julio de 1988 relativa al caso Velázquez Rodríguez contra Honduras, la Corte IDH estableció que
“la obligación de garantizar el libre y pleno ejercicio de los derechos humanos no se agota con la existencia de un orden normativo dirigido a hacer posible el cumplimiento de esta obligación, sino que comparta la necesidad de una conducta gubernamental que asegure la existencia, en la realidad, de una eficaz garantía del libre y pleno ejercicio de los derechos.”28
En el caso Castañeda Gutmán contra México en su sentencia de 6 de agosto de 2008, la Corte IDH aplicó ese razonamiento a los derechos políticos en particular determinando que éstos
“no pueden tener eficacia simplemente en virtud de las normas que los consagran, porque son por su misma naturaleza inoperantes sin toda una detallada regulación normativa e, incluso, sin un complejo aparato institucional, económico y humano que les dé la eficacia que reclaman.”29
La Corte IDH ha determinado dos cuestiones: primero, la necesidad de un reconocimiento formal de los derechos políticos entendidos como derechos de participación en la vida política y, segundo, la necesidad de una actitud positiva y activa del Estado en la garantía de los mismos para asegurar el pleno y efectivo goce de los mismos de una forma expresa sintetizada en la sentencia de 15 de enero de 2010 relativa al caso Chitay Nech y otras contra Guatemala: “el derecho a una participación política efectiva implica que los ciudadanos tienen no sólo el derecho sino también la posibilidad de participar en la dirección de los asuntos públicos.”30
Roles diferentes juegan también las sentencias de uno y otro tribunal en el plano interno. En el marco del TEDH, el caso español puede servir como referencia ya que aporta dos elementos esenciales, TEDH y UE. El artículo 117 de la Constitución Española (en adelante CE), en su apartado primero determina que los jueces y magistrado están “sometidos únicamente al imperio de la ley.” Esto supone, entre otras cuestiones, el sometimiento también a la jerarquía establecida entre normas y a la primacía de las disposiciones constitucionales. En este sentido, la posibilidad de inaplicar normas por parte del juez ordinario en atención a un juicio de contrariedad a lo establecido en sede constitucional o de inconstitucionalidad por el propio juez ordinario debe atender al tipo de norma a que se refiere. Concretamente, la Ley Orgánica 2/10979 de 3 de octubre del Tribunal Constitucional determina la necesaria interposición de una cuestión de constitucionalidad en caso de dudas sobre la constitucionalidad de una norma con rango legal en el curso de un procedimiento ordinario. El artículo 5 de la Ley Orgánica del Poder Judicial viene a completar esta cuestión estableciendo que la cuestión de inconstitucionalidad deberá ser planteada si la ley aplicable al caso y de cuya validez depende el fallo pueda ser inconstitucional y cuando no sea posible adecuar dicha ley a los parámetros constitucionales por vía interpretativa (principio de interpretación conforme).
El problema radica cuando no se trata de una norma con rango de ley sino de un conflicto o una contradicción entre una norma interna y una norma internacional. En cuanto a la normativa procedente de la UE tanto la labor del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (en adelante TJUE) como la labor de nuestro Tribunal Constitucional (en adelante TC), como los tratados de la UE dotan a las normas emanadas de esa Organización Internacional de un carácter reforzado ya que integran de forma directa nuestro ordenamiento jurídico. En la Sentencia del Tribunal Constitucional (en adelante STC) 28/1992, STC 180/1993 y 102/2000 nuestro TC ha reconocido la facultad de los jueces y tribunales ordinarios de inaplicar o desplazar leyes contrarias a la normativa comunitaria entendiendo que se trata de un problema de ley aplicable y no de constitucionalidad; de la misma manera, la Ley Orgánica del Poder Judicial en su artículo 4 bis reconoce la facultad de nuestros juzgados y tribunales ordinarios de interpretar el Derecho de la UE siguiendo la jurisprudencia del TJUE que es quien tiene atribuida la competencia en la materia; así lo expresó nuestro TC en su Sentencia 28/1991 aplicando la doctrina Simmenthal31. Sólo en un caso de contradicción absoluta entre la norma europea contraria a la legislación nacional y las disposiciones constitucionales podría entrar en juego un hipotético juicio de inconstitucionalidad siguiendo las conclusiones españolas presentadas en el Seminario de Estudios de los Tribunales Constitucionales de Italia, Portugal y España32.
Desde el punto de vista de los tratados internacionales tal y como sería el CEDH, estos tienen dos efectos: el de integración, es decir, pasan a formar parte del derecho interno sin ser normas de derecho interno y quedando sujetos a los principios propios del Derecho Internacional Público (en adelante DIP) para su modificación y derogación según el artículo 96 CE; y, además pasan a tener valor interpretativo dentro del ordenamiento jurídico como se reconoce en el artículo 10.2 CE respecto a los derechos reconocidos en nuestra Constitución y en diversas sentencias de nuestro TC como STC 49/1988, de 22 de marzo, STC 28/1991, de 14 de febrero, STC 254/1993, de 20 de julio, STC 235/2000, de 5 de octubre, STC 12/2008, de 29 de enero, y STC 140/2018, de 20 de diciembre. Según el derecho interno, concretamente, artículo 95 CE y artículo 19 de la Ley 25/2014 de 27 de noviembre de Tratados y otros Acuerdos Internacionales, el valor de los Tratados Internacionales es supralegal pero infraconstitucional. El hecho de que, pasado el control de constitucionalidad previo a la ratificación, integren el ordenamiento interno en esas condiciones supone que pueden gozar de una aplicación directa en tanto en cuanto no requieran de normas internas de desarrollo (principio de eficacia directa). Mismo razonamiento sería aplicable a las sentencias del TEDH. Las primeras reflexiones sobre las normas procedentes de la UE y el papel de las sentencias del TJUE son pertinentes por lo dispuesto en el artículo 6.3 del Tratado de la Unión Europea (en adelante TUE) versión Lisboa donde se establece que el TJUE aplicará el CEDH como si estuviese integrado en el ordenamiento comunitario teniendo en cuenta lo establecido por el propio TJUE en 1989 en el caso Hoechst33 sobre la base de que el derecho aplicable por ese tribunal era el derecho originario, los tratados internacionales de los que es parte la UE, las normas de derecho derivado y los principios generales del Derecho comunes a los Estados miembros que comparten una tradición constitucional e internacional común adelantando el contenido del artículo 6 del TUE que integraría dentro del Derecho Comunitario los derechos fundamentales reconocidos en el CEDH y los derechos consuetudinarios comunes de los Estados parte. Esa integración del CEDH en el derecho comunitario y esa aplicación de la jurisprudencia del TEDH por el TJUE a partir de 1994 han dotado de un valor reforzado a sus pronunciamientos toda vez que el control del cumplimiento y la ejecución de las sentencias del TEDH dentro del Consejo de Europa sigue siendo de carácter político a través del Comité de Ministros. Además, el propio Tribunal Supremo español en el año 2014 dictó el primer auto admitiendo un recurso de revisión en el sentido del artículo 954 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para la aplicación de las sentencias del TEDH habilitando así un mecanismo interno de cumplimiento de las mismas toda vez que las sentencias del TEDH no invalidan de manera automática lo establecido en sede nacional sino que requieren de una implementación interna.
En el sistema interamericano la protección de los derechos políticos, entre otros, ha pasado por la herramienta del control de convencionalidad. Claudio Nash lo define como
“la herramienta que permite a los Estados concretar la obligación de garantía de los derechos humanos en el ámbito interno, a través de la verificación de la conformidad de las normas y prácticas nacionales, con CADH y su jurisprudencia. (…) Por tanto, estamos ante un concepto que es la concreción de la garantía hermenéutica de los derechos humanos consagrados internacionalmente, en el ámbito normativo interno.”34
Tiene una doble caracterización ya que la responsabilidad es compartida: en sede internacional, es la propia Corte IDH la que en aplicación de este principio está capacitada para la expulsión de normas contrarias a la CADH; mientras que, en el plano interno son los operadores jurídicos los que deben realizar un examen de compatibilidad entre su normativa y la CADH (control de convencionalidad concentrado) y entre su normativa, los protocolos y la jurisprudencia de la Corte IDH (control de convencionalidad difuso). Esto supone una alteración de la relación constitucional de jerarquía ya que esta obligación se impone a la totalidad de los agentes jurídicos y gubernamentales y no a los tribunales constitucionales y una alteración de la prelación interna de fuentes. En el Caso Almonacid Arellano y otros contra Chile, en su sentencia de 26 de septiembre de 2006, la Corte IDH estableció que
“cuando un Estado ha ratificado un tratado internacional como la Convención Americana, sus jueces, como parte del aparato del Estado, también están sometidos a ella, lo que les obliga a velar porque los efectos de las disposiciones de la Convención no se vean mermadas por la aplicación de leyes contrarias a su objeto y fin, y que desde un inicio carecen de efectos jurídicos. En otras palabras, el Poder Judicial debe ejercer una especie de “control de convencionalidad” entre las normas jurídicas internas que aplican en los casos concretos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos. En esta tarea, el Poder Judicial debe tener en cuenta no solamente el tratado, sino también la interpretación que del mismo ha hecho la Corte Interamericana, intérprete última de la Convención Americana”35
Su alcance abarca incluso disposiciones de corte constitucional, marcando una diferencia sustancial con lo señalado respecto al rango de las normas internacionales en sede Europa (supralegal pero infraconstitucional). En la sentencia de 20 de noviembre de 2007 relativa al caso Boyce y otros contra Barbados, la propia Corte IDH sostuvo que el artículo 26 de la Constitución de Barbados que impedía el escrutinio judicial en determinados supuestos, suponía una violación de las obligaciones internacionalmente asumidas y que los órganos internos tienen el deber de analizar la constitucionalidad de sus normas pero también su convencionalidad ex officio36.
Si bien es cierto que se trata, en cierta manera, de una construcción de la Corte IDH, hay un apoyo convencional que ampara esta efectividad d la CADH y de la jurisprudencia de su órgano de control dentro de la propia CADH y dentro de los principios generales del DIP. Dentro de la CADH el artículo 1.1 que supone la asunción de los Estados parte de una obligación de cumplimiento de las disposiciones de la CADH sin discriminación; su artículo segundo incluye la obligación de adoptar todas las medidas legales o de otra naturaleza para hacer efectivos los derechos de la Convención y su artículo 29 que amplía a la propia Corte IDH y los Estados parte la obligación de interpretar los derechos de la forma más amplia posible y de sujetar cualquier restricción a la jurisprudencia de la Corte IDH. En el plano del DIP, son los artículos 26 y 27 de la Convención de Viena sobre Derecho de los Tratados los que permiten sustentar este posicionamiento al establecer el principio pacta sunt servanda y la imposibilidad de apelar al ordenamiento interno para el incumplimiento de una obligación internacional.
El alcance de este principio en relación a los derechos políticos ha sido notable. La primera referencia en la materia la ofrece el caso Chinchilla Sandoval y otros contra Guatemala37 donde la Corte IDH en su sentencia de 29 de febrero de 2016 enlaza control de convencionalidad con principios democráticos manteniendo la línea jurisprudencial previa al exponer que
“la sola existencia de un régimen democrático no garantiza, per se, el permanente respeto del DIP, incluyendo al DIDH, lo cual ha sido así considerado incluso por la propia Carta Democrática Interamericana. La legitimación democrática de determinados hechos o actos en una sociedad está limitada por las normas y obligaciones internacionales de protección de los derechos humanos reconocidos en tratados como la Convención Americana, de modo que la existencia de un verdadero régimen democrático está determinada por sus características tanto formales como sustanciales, por lo que, particularmente en casos de graves violaciones a las normas del Derecho Internacional de los Derechos, la protección de los derechos humanos constituye un límite infranqueable a la regla de mayorías, es decir, a la esfera de lo “susceptible de ser decidido” por parte de las mayorías en instancias democráticas, en las cuales también debe primar un “control de convencionalidad” (…), que es función y tarea de cualquier autoridad pública y no sólo del Poder Judicial.”38
Esta afirmación tan rotunda fue fruto de una labor jurisprudencial previa realizada en materia de justicia transicional que tiene como referente lo establecido en el caso Gelman contra Uruguay donde la ley de amnistía n° 15.848 de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, fue sometida a referéndum hasta en dos ocasiones: la primera en 1989 y la segunda en 2009 con ocasión de elecciones en el país y de una reforma constitucional que invalidaría el contenido de la citada ley. En ninguno de los dos referéndum consiguió ganar la revocación. Durante el primer referéndum el estamento militar presionó con la posibilidad de un golpe de estado si el resultado era favorable a su derogación sólo cuatro años después del inicio del proceso transicional. Es en ese momento donde la jurisprudencia de la Corte IDH adquiere un carácter ya no sólido, sino consolidado al entender, siguiendo sus razonamientos anteriores, que por encima de la regla de las mayorías se encuentran los deberes positivos del estado en relación a la tríada de obligaciones vinculadas a las graves violaciones de derechos humanos ya que lo relevante no es el proceso o autoridad de adopción sino su ratio legis39.
Este control también opera en relación al principio de no discriminación que si bien es cierto, y tal y como ocurre en el TEDH, debe ser alegado en relación a alguno de los derechos enunciados en la CADH queda sujeto también al control de convencionalidad al establecer la Corte IDH en su sentencia de 29 de mayo de 2014 relativa al caso Norín Catrimán y otros contra Chile40 que lo dispuesto por ella en relación a la cláusula de no discriminación debe ser tenido en cuenta por todas las autoridades judiciales y administrativas ya que no sólo en materia legislativa o normativa opera el control de convencionalidad sino que se extiende también a las actuaciones judiciales y administrativas incluso cuando se trata de principios. En numerosas ocasiones la Corte IDH ha reconocido que el principio de no discriminación constituye en lo que respecta a la igualdad formal ante la ley un principio propio del derecho imperativo41 entendiendo que cualquier tipo de garantía democrática, el DIDH y la seguridad jurídica descansan sobre el mismo:
“en la actual etapa de la evolución del derecho internacional, el principio fundamental de igualdad y no discriminación ha ingresado en el dominio del ius cogens. Sobre él descansa el andamiaje jurídico del orden público nacional e internacional y permea todo el ordenamiento jurídico.”42
Esto se traslada ineludiblemente al ámbito de los derechos políticos generando que los principios que la Corte IDH ha establecido entorno a los mismos deban tener una plena aplicación en los Estados parte en la CADH partiendo de la afirmación de Dalla en atención a la cual “no hay derechos políticos sin democracia ni democracia sin derechos políticos.”43 A diferencia de lo que ocurre en el CEDH, la CADH refleja en su preámbulo la voluntad de los Estados por reconocer los DDHH y los derechos políticos como garantía de una sociedad de libertad, justicia social y democracia44. La Corte ha entendido que el respeto a ese principio democrático no emana únicamente del preámbulo sino también de los artículos 29 y 30 de la CADH que establecen las pautas interpretativas y restricciones que pueden imponerse a los derechos en ella contenidos siempre con la limitación de no implicar restricciones de otros derechos ni de alterar el contenido esencial de los derechos en ella enunciados. Así, en el caso del Tribunal Constitucional contra Perú con sentencia de 31 de enero de 2001, la Corte IDH afirmó que su mandato se encontraba inmerso dentro del objetivo de
“consolidar en el Continente, dentro del cuadro de las instituciones democráticas, un régimen de libertad personal y de justicia social fundado en el respeto de los derechos y deberes esenciales del hombre. Este requerimiento se ajusta a la norma de interpretación consagrada en el artículo 29.c de la Convención.”45
Tanto la Corte IDH como la CIDH han seguido posicionamientos similares en esta materia, entendiendo que la línea a seguir era la delimitada por la propia Corte IDH en la Opinión Consultiva 5/1985 cuando se estableció que “las justas exigencias de la democracia deben (…) orientar la interpretación de la Convención y, en particular, de aquellas disposiciones que están críticamente relacionadas con la preservación y el funcionamiento de las instituciones democráticas.”46
Ese es el razonamiento que vincula de manera indisoluble los derechos políticos con todas las libertades civiles y de ahí la regulación conjunta que a nivel internacional han sufrido este tipo de derechos. Es, quizás, la CIDH quien mejor sintetiza esta unión en su Informe 1/90:
“una relación directa entre el ejercicio de los derechos políticos así definidos y el concepto de democracia representativa como forma de organización del Estado, lo cual a su vez supone la vigencia de otros derechos humanos fundamentales (…)El concepto de democracia representativa se asienta sobre el principio de que es el pueblo el titular de la soberanía política y que, en ejercicio de esta soberanía, elige a sus representantes –en las democracias indirectas– para que ejerzan el poder político. Estos representantes, además, son elegidos por los ciudadanos para aplicar medidas políticas determinadas, lo cual a su vez implica que haya existido un amplio debate sobre la naturaleza de las políticas a aplicar —libertad de expresión— entre grupos políticos organizados —libertad de asociación— que han tenido la oportunidad de expresarse y reunirse públicamente –derecho de reunión.”47
En esencia, la interpretación que el sistema interamericano ha dado a los derechos políticos es su integración en el principio democrático que debe integrar el análisis interpretativo efectuado tanto por la propia Corte IDH como por los mecanismos internos; esto no supone entender que la Corte IDH haya generado un nuevo derecho o un derecho a la democracia sino que parte del entendimiento del sistema de protección de los DDHH como un sistema integral donde siguiendo lo establecido en el caso Apitz Barbera y otros con Venezuela con sentencia de 5 de agosto de 2008, “el incumplimiento de los principios de interpretación que se derivan del artículo 29.c) sólo podrían generar la violación del derecho que haya sido indebidamente interpretado a la luz de dichos principios”48 pero donde “cuando se trata de ´derechos políticos (…) libertad de expresión y (…) libertad de asociación conjuntamente, que son de importancia fundamental dentro del Sistema Interamericano por estar estrechamente interrelacionados para posibilitar, en conjunto, el juego democrático”49 es necesario un análisis conjunto para dimensionar la posible violación de DDHH.
En conclusión, la protección que el sistema interamericano ha otorgado a los derechos políticos se ha basado en reconocer el derecho a la participación política sin por ello determinar las características de un único modelo de democracia representativa en el subcontinente que quedan dentro del ámbito de soberanía nacional; en codificar la democracia y la participación ciudadana como pilares del sistema de protección de los DDHH y en realizar uso de la labor interpretativa e integradora que le atribuye el artículo 23 de la CADH sobre la base de las obligaciones convencionales y de instrumentos de soft law como la Carta Democrática Interamericana que si bien no tienen el carácter vinculante u obligatorio de los tratados internacionales sí están dotados de un elemento de compromiso y manifestación de una opinio iuris con capacidad de adquirir fuerza suficiente para la creación de obligaciones internacionales a largo plazo siguiendo la última línea jurisprudencia expresada por la CIJ en su sentencia de 1 de octubre de 2018 relativa al contencioso entre Bolivia y Chile50.