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EL ARTE DE MENTIR

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“Para decir mentiras y comer pescado hay que tener mucho cuidado”, decían los abuelos. Y seguramente hay mucho de cierto en esto.

Mentir es una prueba de fuego, y no hay quien salga bien librado. Tarde o temprano, aun la más ingeniosa mentira sale al aire. Pero en idéntica medida, mentir es un deleite. Nadie, o muy pocos –digamos los pusilánimes– no disfrutan cuando mienten. Al momento de mentir, la boca ensaliva. Es una sensación que va colmando los sentidos, en particular el del gusto. Porque la mentira se disfruta aun antes de pronunciarla. El cuerpo se va preparando para brincar a la yugular de la víctima.

A veces hay mucho tiempo para urdir una mentira, y de pronto surge de forma casi tan espontánea como un reflejo.

Cuando la mentira se arma como una maqueta –¿no toda maqueta es una mentira?–, que lleva su tiempo arquitecturar, que paulatinamente va creciendo ante los ojos de su creador como cualquier obra que se respete, significa una proeza. El hombre que la forja tiene la obligación de calibrar los riesgos que implica su construcción. Habrá de antever por dónde puede reblandecerse la estructura, ceder a la presión (interna o externa; más peligrosa todavía la interna), derrumbarse como castillo de naipes. Precisamente ésa es la mentira que lleva sus horas de trabajo acometer. Y que va creciendo ante los ojos de su instigador hasta que lo rebasa. Es la mentira que más ponzoña contiene y despide. Suele haber un momento que hasta su mismo creador se espanta de lo que ha hecho. Porque son mentiras de consecuencias imprevisibles.

Las mentiras espontáneas son igual de imprevisibles, no importa cuáles hayan sido las intenciones de su autor. Surgen como el resplandor de un relámpago en la mentalidad de quien las piensa. Acaso menos. Y tal instigador ni siquiera se pregunta las consecuencias, cuando la frase ya está dicha. Pero este tipo de mentiras generalmente no van inoculadas de veneno, apenas de la mínima dosis de carroña –para que sea mentira. Pueden obedecer a un espíritu de envidia o de competencia no resuelta. A veces se trata simplemente de salir del paso. Un sí estuve ahí cuando no hay tal, un eran las seis de la tarde en punto cuando ni idea se tiene de la hora que era, ponen al mentiroso contra la pared. ¿Y si se dan cuenta? ¿Y si me caen en la mentira? Bueno, yo creo que no –se dice para consolarse.

Los sabios apuntan que no hay día que el hombre no mienta, y, según Borges, varias veces al día. A veces hasta siete (¡siete mentiras por día!, no se necesita entrenamiento propedéutico). Mientras que Stendhal afirmó que en el arte de mentir las mujeres les llevaban a los varones kilómetros andados.

Es posible. Aunque la diferencia estribaría en las razones para mentir. De entrada, lo mismo privan razones aviesas que piadosas. Maestra de la mentira fue Madame Bovary. Y, cosa curiosa, el semblante de Flaubert todo refleja menos un experto en la mentira. ¿O será que todo escritor lo es, por más cara desprovista de maldad que posea?

La mentira acerca a los hombres, cuando menos a los varones adolescentes. Basta mirarles la cara de fascinación que tienen cuando uno de ellos narra sus experiencias con la novia. Todo mundo sabe que es mentira lo que aquél cuenta, pero lo hace de un modo tan sabroso. Que finalmente es lo que se quiere oír. Como la mentira de Orson Welles. La más grande que haya habido. Más honor merece Welles por esa mentira que por su Citizen Kane.

El arte de mentir

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