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LAS GAFAS DE QUEVEDO

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El coleccionismo vuelve insaciable a quien lo practica. Un buen coleccionista jamás se da por satisfecho. Acaso un vacío prive en su interior, que no hay modo de colmar.

Pocos individuos tan débiles como el coleccionista. Más débil aun que el adicto. Si el coleccionista atiborra su casa de ranas, bastará con mostrarle una rana a la que le falta un anca y decirle que perteneció a Salvador Novo para que sus ojos se vuelquen al cielo y ofrezca todos sus ahorros por aquel objeto.

Nadie, pues, tan fácil de morder el anzuelo de la mentira.

El coleccionismo mata el buen gusto. Con tal de satisfacer su obsesión, el coleccionista pasa por alto circunstancias adversas que empobrecen aquella cosa. Es capaz de cerrar los ojos ante la evidencia. Se resiste y lo piensa dos veces. Pero sabe que hay objetos que aunque no estén en perfecto estado, vale la pena poseerlos. Más que eso. Pueden pasar un par de días, y se reclamará por no haber tenido el aplomo de comprar aquello que ahora le quita el sueño. Al día siguiente, lo primero que hará será correr hasta el vendedor y adquirirlo. Esa noche, conciliará el sueño como un bendito.

Hay de colecciones a colecciones. No importa qué se coleccione. Pueden ser cuadros de Rembrandt, cartas de Beethoven, anforitas de ron, trajes de charro, gafas de hombres ilustres, libros autografiados, elefantes de porcelana, automóviles Bugatti, curiosidades extraídas de barcos hundidos, armas Ninja, kimonos de geishas célebres, piezas de aviones derrumbados en la Segunda Guerra Mundial, prendas de vestir de luminarias del cine, cancioneros, recetarios, violines de Paganini, zapatillas de la Callas, estoques de Manolete, collares de Rin Tin Tin, hasta peines de José Luis Cuevas o gafas de Quevedo.

Todos los objetos son coleccionables, y en particular algunos que posean la impronta que los hace únicos. ¿O alguien no querría la espada que usó Espartaco en su lucha por acometer su movimiento libertario? ¿Y de ahí seguirse con la espada de Pedro de Alvarado, bajo cuyo filo murieron cientos de indígenas en Cholula? Y ese coleccionista, ¿podría decirle no al sable con que Scaramouche partió en dos la yugular de sus adversarios?

Apelando a la debilidad del coleccionista, se inventan numerosos trucos que obligan a ciertos clientes a dilapidar su dinero en sueños guajiros. Por ejemplo, cuando surge una colección bajo el sello de una marca famosa. Las plumas fuente, para no ir más lejos. De pronto aparece la colección William Faulkner, la Stendhal, la Oscar Wilde, la Dumas… por mencionar algunas, y aquel hombre acude al punto de venta y le da un zarpazo a su cartera. Las consecuencias no importan. Lo único que vale la pena es tener la colección completa de aquellas obras maestras.

El coleccionista vive con los sentidos alerta. Atento a cualquier señal de que su colección puede enriquecerse –aunque se trate del que colecciona tazas. Piénsese si no en el que va de invitado a una casa. Observará hasta la saciedad la sala de aquella residencia, en particular las vitrinas y los anaqueles. Y feliz él si descubre una colección afín a la suya. Pero feliz es un decir, porque en realidad no lo será hasta que se entreviste con la dueña de la casa. Querrá saber cómo llegó hasta sus manos este objeto, aquel otro.

Aunque, ya se dijo arriba, hay de colecciones a colecciones. No abundan, pero sí sobran. Como están las cosas, a nadie sorprendería enterarse del que colecciona orejas, y no precisamente por ser médico forense. Y por ahí andará el marido celoso que colecciona la cabellera de sus esposas. Lo de menos es que les haya comprobado su infidelidad.

El arte de mentir

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