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FRANZ LISZT DIXIT

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El cosmopolita pertenece al mundo.

No importa si ha viajado o no. El cosmopolita –el usuario del cosmopolitismo– ve con ojos de admiración las manifestaciones –sobre todo de índole cultural– aun de las naciones más alejadas de la suya propia, o incluso antagónicas.

El cosmopolitismo enriquece el horizonte de los hombres con visión amplia. Quien es cosmopolita no valora a su país por encima de los demás; por el contrario, intenta darle su valor al universo humano que lo rodea.

Por regla general, el cosmopolita recalcitrante es mal visto en su lugar de origen. Se le dice traidor por ponderar el arte culinario extranjero por encima del suyo; se le dice pusilánime por no apoyar el deporte de casa, no importa a qué nivel de podredumbre se encuentre; se le dictamina de mediocre o débil por preferir las expresiones musicales ajenas y no las propias; se le dice incongruente por no ponderar el cine de su país como el mejor de todos los tiempos, y en cambio detenerse en las parcelas cinematográficas de otras latitudes.

Las miras del hombre cosmopolita le permiten disfrutar lo mejor de cada nación, sin que el juicio por su conducta le quite el sueño.

El cosmopolita pone el dedo en la llaga cuando descuella la insignificancia de los valores nacionales, trátese de la nación que se trate; pues hay que destacar que los cosmopolitas son vituperados lo mismo en Rusia que en Estados Unidos, en Argentina que en Somalia.

Con soberbia discreción, el cosmopolita pasa de largo delante de los juicios estrechos de los hombres de mirada chata. Acaso en algún momento de su vida intentó convencer a quienes lo rodeaban de la limitación que significa adjudicarle prebendas excesivas a la patria; ahora prefiere disfrutar para sí mismo lo mejor del pensamiento universal.

El cosmopolita habla su idioma madre con fruición. Pero una fuerza interior –llamada lucidez– lo obliga a interesarse, cuando no aprender, otros idiomas; sabe que la prosodia de la palabra luna es igual de hermosa, o acaso más, en francés (lune), en portugués (lua), en alemán (mond), en inglés (moon).

La globalización no hace cosmopolita a un hombre. Quien anda con una venda en los ojos, jamás advertirá lo que acontece en rededor.

El cosmopolitismo hace más agradable la vida.

El cosmopolita advierte el placer en aquello más insignificante a los ojos del hombre vulgar. Porque el alma del cosmopolita es grande, ése es el principio reactor que lo rige. Y se desparrama en su vida diaria.

Paradójicamente, quien se niega a reconocer los valores de otras naciones, quien no los ve, menos ve los propios, los suyos; excepto los que son enaltecidos por la demagogia, los que aplastan aquellos que juzgan rivales.

El cosmopolita no muere en casa; muere en el ámbito del universo, y a todo el universo le afecta.

Si los líderes en el mundo abrevaran del cosmopolitismo, las guerras no abundarían. Las relaciones entre los países serían más amigables, y no se verían en las reacciones de los extranjeros señales de violencia o desafío.

Pero el cosmopolita no está cerrado a descubrir en su entorno valores universales. Ve la belleza donde otros sólo ven trivialidad, perfección donde otros sólo distinguen bastedad. Más aún, el cosmopolita defiende las virtudes de su país ante el descrédito, o, peor, la indiferencia.

“No soy alemán ni húngaro, como tampoco soy francés ni italiano. Con igual derecho podría afirmar que soy inglés. Mi patria es el mundo, y la encuentro en todas partes”, dijo alguna vez Franz Liszt ante el asedio de una mujer.

El arte de mentir

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