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VECINAS DE CUNA

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Virtud cardinal que consiste en moderar los apetitos, define el diccionario a la templanza. Entiéndase por cardinal, dos elementos: fundamental y primordial.

Pero es mucho más que eso.

Pocos hombres pueden moderar sus apetitos. Porque el hombre es proclive a los excesos. Nada como el exceso atrae con tanta fuerza.

Se educa para la templanza. Ningún progenitor con la cabeza bien puesta sobre los hombros, sería capaz de educar a su hijo en el camino de la perdición. Pero atrás de la palabra educación viene otra, que de suyo provoca temor: la pasión.

Templanza vs. Pasión.

No es necesario saber mucho para adivinar hacia qué lado se inclinan los hombres.

Los excesos se avistan como la tierra prometida. Como el oasis en el desierto, cuando, paradójicamente, todo se daba por perdido. Los excesos están ahí, atrayendo poderosamente aun al hombre de sangre fría. Ese individuo se aproxima sigilosamente y prueba. Y toca. En ese momento, la contención se va al diablo.

La templanza detiene, y propicia la reflexión. Durante la templanza, en ese tramo particularmente espinoso, el hombre realiza un acto de conciencia. Se mira en el ejercicio de los excesos y se pregunta cuál es su destino. Desfilan delante de él instantes de intensidad luminosa y apabullante, que lo han acercado al conocimiento de sí mismo. Se mira desde su conciencia, medita y concluye. La templanza –quizá ni siquiera acuda a su cabeza esta palabra– se levanta delante de él como un muro infranqueable. Claro que cuesta trabajo. Enorme esfuerzo remontarlo. Porque lo que hay más allá es nada. El hombre en su absoluta esencia. En contraposición con los excesos, qué significa la esencia.

El hombre en su esencia más cruda y acre decepciona más que ninguna otra cosa. Sobre todo a sí mismo. La templanza le permite tener una visión despiadada de su persona. Así soy. Sin afeites ni caretas. ¿Podría pedir más? Pero no todo mundo está conforme con lo que es.

Bajo el manto de la templanza, se robustece el carácter. El hombre que se pone la armadura de la templanza, es un hombre fuerte. Para vencer las incitaciones tiene que revestirse de aplomo. Dejar que los excesos revoloteen en torno y mantenerse impertérrito.

Mas la templanza y la pusilanimidad son vecinas de cuna. Cuántas veces, ante el exceso humeante de apetitoso, no se da el siguiente paso no por una convicción sólida sino por mero temor. Aunque posiblemente el resultado sea el mismo –la contención–, en el caso de la mediocridad la satisfacción no existe.

Cuando se elude el exceso en virtud de un ejercicio de voluntad férrea, aquel hombre crece. Cuando se elude el exceso en aras de un temor pusilánime, la estatura de aquel hombre decrece hasta perderse en el horizonte.

Hay que detenerse de un asidero cuando los excesos llaman con toda su melódica voz. O taparse los oídos.

Pero los hombres educados en la templanza, que han optado por ella a lo largo de su vida, acaso se pregunten si han hecho lo correcto. Y aquí sí no hay respuesta universal. Sí, has hecho bien, se responderán algunos. Quienes no han visto el mundo en su maquinaria implacable. Que avanza y a su paso muestra la vida en todos sus matices. Quizás el secreto estribe en que hay que probar de todo. El secreto para no terminar siendo un costal pestilente de amargura. Probar de todo como lo hizo Liszt, que enseguida de una noche de lujuria desatada, se fustigaba para resarcirse a los ojos de Dios. Como sea, situarse en el extremo de la templanza o de la pasión, impele al arrepentimiento. El único maestro.

El arte de mentir

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