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SOLEDAD EN PEQUEÑAS DOSIS
ОглавлениеSólo bajo el manto de la soledad, un hombre conoce sus posibilidades –y limitaciones.
La soledad impele.
La soledad ubica a un hombre en su verdadera dimensión. Lo hace sentirse grande, cuando de verdad lo es; e increíblemente débil, igualmente cuando lo es. Esto es, la soledad le devuelve a ese hombre su rostro sin careta alguna.
Las mujeres resisten la soledad con mucha mayor entereza que los varones. Porque están preparadas emocionalmente para hacer frente al mundo desde el púlpito del aislamiento. Toda la vida lo han padecido, sin chistar.
Los hombres huyen de la soledad, como si fuera una peste. Se miran a sí mismos desvalidos, arruinados. A las primeras horas que pasan en soledad, la angustia los carcome. No están educados a vivirla. Carecen de respuestas. Preguntarse qué harán los próximos minutos quiebra su estructura. Es una pregunta que les llueve desde un cielo negro y hostil. Una pregunta maldita, que se repite ad infinitum, cada vez que esos cinco minutos transcurren. Rebasa su capacidad de sobrevivencia.
Precisamente porque la soledad empuja al individuo hacia el descubrimiento de sí mismo. A hurgar en su interioridad. Ningún otro vector tan impío. La soledad atraviesa el entendimiento de un hombre hasta pulverizarlo.
La soledad es un estado de gracia. Bajo el imperio de la soledad, las ideas bullen y se enciman entre sí. Porque la soledad extrae lo mejor de un hombre, que es su razonamiento.
Con la soledad como única acompañante, un hombre piensa. Da cuenta de lo que ha sido su existencia. Pone en una balanza los principales acontecimientos que, buenos o malos, para bien o para mal, le ha tocado vivir. Y la soledad –siempre y cuando se trate de un hombre honesto consigo mismo, que es lo más difícil de alcanzar– no le permite esquivar respuestas. No sólo es inclemente; también es implacable.
El hombre habla consigo mismo a través de la soledad.
Cada mañana que ese hombre se mira al espejo, a quien está mirando es a su soledad. Que lo devasta. Lo hace trizas. No son más que unos cuantos minutos. Acaso segundos. Sesenta segundos. En los que ese hombre se formula preguntas esenciales. Cuya respuesta ninguno otro sabría. Es la sabiduría que la soledad proporciona, aun más que la más confiable terapia O el más elevado sacramento de confesión.
La soledad se concentra en un solo punto. Se desparrama de un extremo a otro de aquella obstinación y termina anclándose en un punto nodal. Si un hombre ha llegado hasta este sitio, el camino a la muerte le será menos arduo.
Beethoven vivió siempre en la soledad. Lo acompañan en ese estado de beatitud, Brahms y Chaikovski.
También se llega a la santidad por la práctica constante de la soledad. Porque la soledad desgaja. Obliga al protagonista a despellejarse. Finalmente, la soledad es insobornable –de lo poco insobornable que queda. Devuelve la peor cara: la de quien se sabe descubierto. Avistado desde un ángulo que no tenía contemplado: su propio yo. Que es el más atroz de sus yoes.
Lo mejor de la educación es que se practique la soledad como método de aprendizaje. Vivir la soledad es como sumergirse en un estanque de agua helada. Que todos los nervios se excitan, hasta que la templanza termina por imponerse.
Soledad: sol al que se llega por la edad.
Cuando un niño advierte el desamor que se ejerce en su persona, está atisbando el corazón mismo de la soledad. Porque las mejores prendas de la soledad son el autodesprecio, la baja estima, la flagrante y acuciante derrota. Bajo ese atuendo, la soledad no da lugar a equívocos.