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METAMORFOSIS FEMENINA
ОглавлениеPara Laurie Ann
La hija tiene el aplomo del que carece el hijo, si de apuntalar la figura del padre se trata. Si de proteger la casta. Aquel hombre no es querido por nadie tan intensamente como por su hija. Querido, respetado y admirado. Ni la propia madre –desde luego ni la esposa–, lo quieren de esa manera. Para que un padre colme la paciencia de la hija se necesita mucho. Primero le da la espalda la mujer, el resto de la familia, antes que la hija. La hija siempre estará ahí, al pie del cañón, celosa de la persona de su padre, vigilante de su salud y bienestar. Aun si no abre la boca. Porque cuántas se callan su opinión, cuántas prefieren la vigilancia antes que el conflicto.
Hijas ingratas las hay menos. Excepto si en algún momento de su vida aquella hija se sintió despechada como mujer. La mayoría de las veces la madre se encarga de envenenar el corazón de los hijos. Y le funciona. Sin contar con que no siempre la hija tiene la oportunidad de, a la vuelta de los años, buscar a su padre y echarle en cara lo que ella juzga como el abandono.
La hija sufre la muerte del padre hasta las últimas consecuencias. Es decir, aquel hombre desaparece de su vida, y esa mujer lo sigue rememorando con dulzura. Como si esperara verlo a la vuelta del día. Como si la estuviera esperando sentado a la mesa. Aquella hija vive con esa aprensión. Como si las leyes de la naturaleza se pudiesen modificar arbirtrariamente. Cuando una de estas mujeres evoca al padre muerto, todo cambia: los ojos se le llenan de lágrimas, la voz la traiciona, su piel se escuece, cruza la pierna izquierda sobre la derecha. Se alerta. Se prepara para hablar de su padre.
Hay que escuchar a estas mujeres cuando hablan de su padre. No saben por dónde empezar. Que si el padre las cargaba cuando eran chiquitas, que si las llevaba de la mano al parque, que si entraba a la casa cargado de regalos. O que si era un hombre hosco, que de repente se asomaba a la ventana y se quedaba mirando el vacío por horas. Que más bien no era dado a repartir besos ni regalos, lo cual es lo de menos. Que pasaba horas delante de la tele mirando el futbol y bebiendo cerveza, en su justo derecho porque toda la semana el trabajo no le permitía un minuto de descanso. O que si le gustaba tocar la guitarra, comer tortas de pierna, salir a pasear los domingos y encerar él mismo su automóvil.
Las mujeres se ven aún más hermosas cuando hablan de su padre muerto. Se transforman.
Cualquier padre sabe que siempre tendrá un lugar en el corazón de su hija. Esté vivo o muerto. Sabe que podrá aparecérsele a su hija en sueños. O que simplemente podrá venir del más allá y sentarse a platicar con ella cuando la noche acontezca.
Pero en la misma medida que cualquier mujer, la hija exige. Atención, ternura, palabras que alimentan el espíritu. La hija lo retribuirá con creces. Es el ser más dulce sobre el planeta. El padre sabe que está preparando esa persona para que el día de mañana otro hombre se la lleve. La está educando para que sea un enlace entre él y el próximo marido. Le está diciendo sí a la vida de esta forma. En nadie más ha centrado todo su conocimiento y su experiencia.
Es la mejor carta que le dio la vida.