Читать книгу El arte de mentir - Eucario Ruvalcaba - Страница 23
UN DIAMANTE DE CADA PALABRA
ОглавлениеPara Jaime Aljure
Hablar no es conversar. Se habla y se habla, por cualquier pretexto y a la menor oportunidad; pero no hay nada más alejado del arte de la conversación que hablar sin ton ni son.
Escuchar a un buen conversador es un privilegio. Buenos conversadores –cuyo arte ha llegado hasta nuestros días– lo han sido Borges y Yourcenar, Marguerite Duras y Mircea Eliade. Basta leer sus entrevistas. Que es decir sus libros de conversaciones, y Anton Rubinstein entre los músicos –mérito por partida doble, los músicos, tan apartados de la conversación.
El buen conversador hace un diamante de cada palabra. Es, pues, como un músico. Pensemos en una conversación como en una sonata para piano. El intérprete por antonomasia sabe que no puede desperdiciar –despreciar, sería más apropiado decir; descuidar, acaso– una sola nota. Porque aun la más simple y anodina nota –que no las hay– tiene un peso específico en el corpus de esa sonata.
El mal conversador –que son la mayoría de los parlantes– habla sin reparar en la belleza de las palabras. En su gravedad por su significado y su prosodia. En su relevancia. De hecho, jamás se pregunta por el origen de los vocablos, por su divinidad. Los utiliza indiscriminadamente, como un surfista utiliza las olas.
El arte de la conversación conduce directamente al placer. Nada tan agradable para el espíritu crítico como entablar una buena charla. Todos los sentidos se alertan para ese deleite. Aun los que en apariencia no tuvieran nada que ver. Porque una buena conversación se apropia paulatinamente de la voluntad, lo mismo de quien habla como de quien escucha. Y el apetito por la belleza no se termina jamás. Quien escucha al buen conversador quiere más. Y más. Se torna insaciable.
Quien sabe conversar sabe escuchar. El arte de la conversación no radica en la erudición. De hecho, la erudición no deja de ser más que un adorno fútil. Prescindible por pedante. Los conversadores pazguatos piensan que entre más demuestren su erudición, más duchos son cuando conversan. Que conversar quiere decir asombrar, y de paso humillar y aplastar. Estos conversadores no nada más necesitan todo el tiempo los reflectores encima de su cabeza, sino que, no podía ser de otra manera, no dejan hablar al interlocutor. Se apropian del micrófono y no hay modo de que lo suelten. Y cuando acaso le permiten hablar al otro, no lo escuchan. Lo que provoca un desasosiego en la otra parte del binomio.
El buen conversador acaricia las palabras. Las modula a su arbitrio, como mejor se acomoden, como mejor caigan. Incluso se permite tener matices. De pronto sube el tono de voz –jamás como muestra de prepotencia, sino de arrobamiento–, de pronto, como si la voz fuera una pelota de béisbol, aquellas palabras hacen una curva delante del otro. Como si tardaran más en llegar a su destino. En la misma medida el conversador maestro es astuto. Sabe cuánto tiempo sostener en la boca una palabra (o una avalancha de palabras) antes de decirla. Sabe que así crea una expectativa. Y quizás ahí radique el deleite mencionado arriba. Que el buen conversador sabe mantener un suspenso en su conversación.
Ser imparcial no es fácil, y menos todavía que no se note. Ésta es una de las gracias envidiables de un buen conversador. Se advierte que a su lado el tiempo transcurre sin dejar huella. Que las cosas son amables y precisas.
Quizás para un buen conversador, la mejor charla es aquélla en la que se ha convencido al interlocutor sin que éste jamás se haya percatado.