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EL DEMONIO DEL MEDIODÍA
ОглавлениеPara Daniel Escalante
Se dice que los tristes son melancólicos, pero no siempre que los melancólicos son tristes.
La melancolía –alguna vez llamada demonio del mediodía, alguna vez llamada bilis negra– pesa como un costal de piedras que habría de llevarse de un lugar a otro a cuestas. Pero no desde que se nace.
Pobre del niño que se torna melancólico. Como una bruja de los cuentos de Perrault, la melancolía infestará sus mejores días, que son los de la fantasía y el arrobo por lo sobrenatural, o de plano por lo cotidiano vuelto sobrenatural. Sin embargo, la melancolía es una palabra fuerte, y nadie en su juicio diría de un niño taciturno: es un niño melancólico; mejor: es un niño triste, eso cuadra con todo.
En determinados seres, la melancolía va manifestándose al paso de los años. Conforme aquel hombre escudriña en sí mismo, o se percata de la indiferencia de la humanidad para con él. En esta transición hacia la melancolía, ese individuo hace de las cosas que lo rodean un amasijo de nervios. De nervios devastadores que lo aguijonean. Que lo van hundiendo en un pozo sin fondo, sin rescate posible.
No se llega a la melancolía de la noche a la mañana. Porque ser melancólico no es una meta. Salvo en el romanticismo, precisamente ser melancólico era signo inequívoco de genialidad mórbida –al punto de que también había quien actuaba como melancólico sin serlo, con tal de ser aceptado en círculos en los que reírse a carcajadas era visto como una profanación–, de que se estaba en el camino correcto hacia la inmortalidad apesadumbrada.
Para un santo, la melancolía declaraba un estado entre el dolor y la introspección, en el que se caía sin remedio –y mejor aún, si iba acompañado de un ayuno prolongado–, entre un desconsuelo y un dejarse arrastrar, como una mota de polvo. Aunque bien podría ubicarse a ese hombre más cerca del padecimiento mental que de la santidad.
La melancolía acerca entre sí a las almas desvalidas. Un hombre y una mujer asaz melancólicos, se miran, se escudriñan, atisban sus interiores más devastados sin dirigirse la palabra. Apenas han cruzado un par de miradas y con eso les basta. Saben que en ese ser que tienen enfrente –cuando van en el metro, no es difícil imaginarlos–, o a un lado –digamos en el centro de trabajo, digamos en el centro escolar–, es alguien en el cual se ven reflejados. Y que por eso mismo no podrán intercambiar palabras, por mejores que sean las intenciones.
Cantidad de gente se escuda en la melancolía para urdir y ejecutar planes aviesos. Proyectos que persiguen un fin del cual podrán obtener beneficios personales. Piénsese si no en el individuo que, bajo el manto de la melancolía, que lo hace ver desamparado a los ojos de los demás, despierta la compasión con tal de irse con la cartera abultada.
Un melancólico jamás podrá definir la melancolía.
La palabra melancolía tiene un halo trágico, y apapacha el desconsuelo aun antes de que se presente. Cuando se le dice a un hombre que es melancólico –aunque no lo sea–, le provocará cierta complacencia perversa. Se sentirá comprendido. Se sabrá diferente a los demás por ese estado de aletargamiento mórbido. Más todavía si es mujer. Se acentuará las ojeras de ahí en adelante. Pero que no le digan, a ese hombre o a esa mujer, que es depresivo, porque se sentirá incómodo. Hay mucha diferencia entre venir al mundo a causar interés y causar lástima.
La melancolía es algo más que tenerle miedo a la vida, como alguna vez se pensó. Es otro modo de amar la vida.