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TAN FÁCIL QUE ES PROVOCAR ENVIDIA

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El recato en un hombre equivale al encanto en una mujer.

Pocos individuos ejercen el recato. La inmodestia, la imprudencia en cambio generan expectativas. Crean una situación que habrá de resolverse de alguna manera. Generan.

El recato alimenta el espíritu. Cuando un individuo es recatado, los demás prefieren pasarlo por alto. Saben que con esa persona no irán a ninguna parte, desde el punto de vista del hombre exitoso. Pues nadie más alejado del éxito que el individuo caracterizado por el recato.

En el ejercicio del recato, las cosas adquieren otra dimensión. Acaso la de Aristóteles. Acaso la de Horacio. Acaso la de Quintiliano. Acaso la de Alfonso Reyes. De aquellos pensadores cómplices de la más alta retórica.

El recato va de la mano de la introspección. Un hombre recatado es un hombre prudente. Y un hombre prudente es aquel que prefiere contenerse. Y pensar antes de actuar, de abrir la boca más de la cuenta. Esto es, un hombre recatado sopesa las palabras antes de pronunciarlas. La boca se le tuerce por escupirlas, por arrojarlas lejos de sí y colmar el ámbito; pero sabe –lo experimenta todos los días– que la prudencia es mejor consejera. Cuántas veces la prudencia lo ha mantenido a salvo de cometer o decir cualquier improperio que lo haga denostar de sí mismo; prefiere callárselo. Es un buen tema sobre el cual podrá reflexionar cuando esté solo. Que es casi siempre. Pues el recato es ángel guardián de los solitarios. De los que caminan a solas en medio de la multitud.

El recato provoca envidia.

Aquel individuo que se encierra en su mutismo es calificado por los demás como timorato, pávido. ¿Por qué no habla?, se preguntan cuando la discusión sobre política, futbol o religión alcanza los cien grados de adrenalina. ¿Por qué no abre la boca dice lo que piensa y siente?, se cuestionan los que lo rodean. Ignoran que mientras ellos dicen pavadas y desgañitan ver desfallecer, él, el prudente, piensa sobre el arte vacuo de hablar, cuando de decir banalidades se trata. Pero no sólo eso. Por ahí empieza y se sigue, sembrando la tierra fértil de su cerebro. Que esperen las semillas del silencio como la parcela al rocío matinal.

El recato, la modestia, la prudencia, abren las puertas del alma.

El hombre prudente está dispuesto a escuchar. Siempre. Inequívocamente. Los más graves secretos que le han contado permanecerán en su interior como en un cofre de manuscritos ininteligibles. Si acaso alguien lograra tener en sus manos aquellas hojas amarillentas, no podría leerlas. Así es el corazón del prudente. Un pequeño estuche sin llave posible.

En la mujer el recato es doblemente valioso. Porque la condición femenina es opuesta a la prudencia. No hay mujer que, bajo la presión de la codicia, no revele los secretos que pueblan su corazón. Es como si rasgar la cortina de la prudencia la dotara de otras armas. Más fuerte que la bendición del recato. La mujer compara los beneficios de la imprudencia con los del recato, y se inclina por los del placer que, en su ser más profundo, provoca el morbo. El placer de manifestarse en acre intimidad.

Hay pueblos que se distinguen por ser recatados. Comunidades que pueblan el paso del tiempo a través de los escritores. Ellos son los que se encargan de recoger y guardar secretos multívocos, que yacen en boca de todos. Son naciones que han sido golpeadas por sociedades opuestas a la modestia. Enemigas del recato y la modestia. Y cuyos escritores, en este caso, les echan en cara la desfachatez y el desdoro.

El arte de mentir

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