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LA ARMADURA DEL CABALLERO

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Lo mejor del amor es que se acaba. Única y nada más por esta circunstancia es posible valorar sus repercusiones.

El amor vuelve zafios a los de finos y atentos modales, de conversación hábil y mirada escrutadora; mentecatos a los inteligentes, esos que siempre están esperando el mejor momento para hacer reír a los demás; débiles a los de voluntad férrea, los llamados duros, y previsibles a los indomeñables. No es difícil adivinar en aquel individuo los estragos del amor. Se distrae fácilmente, todo parece haber pasado a segundo plano. Lo que antes atraía poderosamente su atención, ahora lo deja indiferente. Está enamorado y las cosas a partir de ahí adquieren otra dimensión –para él, la verdadera.

Lo que se torna difícil de creer es el hombre que por el amor pierde su voluntad. Ese individuo ha mutado determinación por enmudecimiento, bríos por docilidad. Come de la mano de su amada, y todo en torno pasa a segundo plano. ¿Dónde habrá quedado aquel hombre que asumía la vida con dignidad y pundonor?, habrá quien se lo pregunte. Y si lo mira más a fondo, verá en sus ojos que aquel brillo de ingenio y arrojo ha desaparecido. En cambio es posible descubrir cierta melancolía, cierta nostalgia. Una especie de brillo en proceso de extinción, porque algo en el fondo le dice que todo va a acabar yéndose por el caño. Que la vida, el destino, Dios, el azar, o como se quiera, le ha permitido asomarse al precipicio donde las cosas cambian de nombre, pero que no está en su mano perpetuarlo. Tal vez sea este convencimiento lo que provoca ese estado de levitación. Si tuviera la seguridad de que habría de ser para toda la vida, viviría en un estado de sobreexcitación continua. Pagado de sí al cien por ciento. Simple y llanamente, estaría aniquilado. Como vaca que será ejecutada en el rastro.

Sólo se valora el estado de libertad cuando el amor se ha extinguido. Primero sobreviene el desconcierto. Aquel hombre anda como desorientado. Como si de pronto perdiese la noción de los puntos cardinales. O la noción del bien y del mal. Sabe que las cosas no son lo que aparentan. Él viene de una situación extrema. Se ha jugado algo cuando cruzó ese campo minado. Pudo haber volado en pedazos. Se salvó porque su instinto de sobrevivencia le susurraba al oído dónde podía pisar y dónde no. En esa situación que vivió midió sus alcances respecto de la estulticia que lo habita. No salió fortalecido sino mal librado, y lo sabe. Y ya está esperando volver a atravesar el mismo tramo. Excepto si la libertad que ahora es suya se convierte en un acicate y no en un estancamiento.

La mediocridad va de la mano del enamoramiento. Porque el enamoramiento comprende cierto optimismo, cierta complacencia que termina por traducirse en una sonrisa de oreja a oreja. Ese hombre es fácil blanco de la comodidad. Tan fácil que es vivir. Tan agradable que resulta despertarse cada mañana pensando en qué momento habrá de toparse con la persona amada. Todo lo demás deja de tener relevancia. Trabajo, proyectos, planes, qué importancia pueden tener al lado de que tendrá aquellas manos entre las suyas, aquellos ojos a su disposición. Aquel perfume… Aquella caricia…

Todo mundo está en su derecho de trinchar el trozo de amor que le corresponde. Aunque cada quien quiere la rebanada más grande. Se lo merece. Porque el lado bueno del amor es compartible. Aquél que lo vive se ha puesto la armadura del caballero. Nada le puede pasar si el amor lo ha hecho suyo. Piensa.

El arte de mentir

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