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EL ARTE DE SER PERRO

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A la memoria de Lula

Al contrario que los perros, los hombres estamos educados para el ejercicio de la traición y la ingratitud. Para brincar a la yugular a la menor oportunidad, o volver la cabeza cuando el amigo nos necesita. Para escoger el camino más fácil entre la solidaridad y la indiferencia no nos quebramos la cabeza. Estamos formados para dar media vuelta cuando las cosas se complican.

Amamos a los perros porque se dejan acariciar. Todo el tiempo, en cualquier circunstancia. Ante quien sea. Delante de quien se trate, no importa en dónde se esté. El perro colabora en esa caricia. Sabe que en el fondo toda caricia es una suerte de complicidad. Esa caricia no acontece impunemente.

Dice Borges. El hombre que acaricia a un animal dormido –por animal dormido yo asumiría que se trata de un perro– está salvando al mundo.

Amamos a los perros porque son tiernos. Pocos ojos tan expresivos como los de un can. Más allá de la obtusa discusión respecto de si los perros tienen o no alma, los ojos de un canino cuando nos miran delatan la quietud del lago que yace en la más honda profundidad de ese ser.

Amamos a los perros porque descubrimos en ellos aquello de lo que nosotros carecemos: la paciencia.

Hoy día, el adiestramiento de la paciencia ha pasado a mejor vida. Todo mundo tiene prisa. Todo mundo anda a la carrera, sin tiempo para escuchar una confesión. Sin un par de segundos para ponerlos a disposición del interlocutor. La paciencia exige humildad para escuchar sin juzgar. Para no tomar partido.

Quien habla con un perro es hombre sabio. Puede detenerse a hablar por horas con él. Durante una caminata o en la soledad de su casa. Cuando nadie atisbe. Sentirá un bálsamo al instante. Como un alivio que cayera del cielo.

Amamos a los perros porque ellos nos aman sin escollos de clase, condición sine qua non para amar a una persona desde la óptica clasemediera de nuestro tiempo. Quién no lo sabe, los perros brindan amor sin prejuicios de clase. Nada importa nuestro aspecto. Si usamos ropa de marca o garras. Menos la elegancia les dice cosas. Los impele o los detiene. Carecen de prejuicios a favor o en contra. Y ni el estado de embriaguez flagrante, o de adicción consumada, provocan un centímetro de alejamiento.

El hombre que ama los perros posee una exigencia difícil de complacer. Pero que él la vuelca hacia el exterior. Es la sed de compartir las beatitudes de la vida. Un hombre que ama los perros da mucho porque exige mucho. Da silencio y paz. Porque es lo que espera de los demás. Es lo que le da el perro sin poner condiciones.

El hombre que ama los perros camina con la frente en alto. Sabe que su perro no le guarda rencor, le haya hecho lo que le haya hecho; pues cuántas veces la frustración, la desesperanza, el desconsuelo, generan violencia, malos tratos, inequidad. Que ese perro tiene la capacidad de perdón que un hombre –que él mismo– no tendría jamás.

El hombre ha devuelto ese amor de muchas formas. La primera y la más importante, amando a su perro. Adecuando su vida a la de él. Pero ha habido más.

La literatura es copartícipe en el amor al perro. Desde épocas remotas, la literatura ha elevado el arte de ser perro. De Homero a Paul Auster, de Dostoievski a Jack London, escasísimos escritores han resistido la tentación de acariciar a un perro a través de su palabra. De hecho, ha sido aún más ponderado que la mujer misma. Porque no tiene defectos.

El arte de mentir

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