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29 de octubre de 2018 Paternalismo en el despacho

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A la mayoría de los abogados casi desde el momento en que juran su profesión con la toga puesta se unen a esa segunda piel de tal modo que es frecuente incluso verlos caminar con ella puesta por los pasillos de los juzgados, como si fuera el traje de un superhéroe, sin darse cuenta que su uso queda reservado para el estrado de la sala de vistas y algunas ceremonias.

Siempre me ha llamado la atención esos compañeros que si se descuidan salen a la calle con la toga encima, incluso hacen alarde de ella en concentraciones reivindicativas como identificación de nuestra profesión, cuando realmente la toga no hace el abogado como tampoco el hábito al monje.

De otros, generalmente los más jóvenes, me asombra la tranquilidad, rayana a la inconsciencia, con que se visten la toga y saltan al ruedo judicial como si de un novillero se tratase, aunque la faena sea con toros de primera. Yo tardé tres años en entrar en una sala de vistas con la toga puesta, más por prevención que por temor, y esperé con paciencia mi debut, dedicando aquellos primeros años de formación a hacer más toreo de salón en el despacho, es decir, simulando mi intervención en juicios imaginados.

Sin embargo, algunos abogados de hoy en día sin esa prevención mía de antaño, o guiados por una inconsciencia o valor, según se mire, del que yo carecía entonces, se visten la toga con el impulso casi de un espontaneo para llamar la atención de su arte jurídico. O esa es la sensación que yo tengo viendo a los más jóvenes de mi despacho.

La benjamina esta semana, lunes y martes, tiene sendas vistas en principio sencillas. Pero para evitar descalabros que al final sufre el cliente le pedí, como siempre, que me mandara sus notas de vista, que me llegaron el viernes por la tarde sin tiempo para revisarlas antes del fin de semana. Cuando casi de noche las leo no pude menos que esbozar un gesto de desaprobación, pues aquello estaba mal planteado.

Aunque soy muy respetuoso con los horarios de mis compañeros y sobre todo los fines de semana, me vi en la necesidad de mandarle un Whatsapp el sábado por la mañana: “cuando puedas llámame”. Al cabo de una hora recibo su llamada, me disculpo pero a continuación no pude evitar el paternalista tono de mi sermón: que si hay que fijarse más, que si corremos el riesgo de echar a perder el asunto, para a continuación pedirle que cambie las notas dándole la pauta correcta y justificándome con el mismo tono al decirle que “somos abogados los siete días de la semana”, y ya con ironía añadir que no se preocupe que al fin y al cabo tenía una hora más al retrasarse el domingo los relojes.

Se lo tomó con buen humor y sentido de la responsabilidad, pero no recibo su correo con las nuevas notas hasta el domingo por la noche. Cuando las leo instintivamente me eché la mano a la frente con cara de espanto. Nuevo correo intentando explicarle sus errores y pidiendo que me llame el lunes a primera hora.

Al día siguiente pasé del modo del paternalista al militarista y terminé ordenando y mandando poner hasta las comas del nuevo escrito bajo mi redacción. Y lo mismo sucedió, unas horas después, con la vista de mañana.

Perdonarán mi intransigencia, pero es que a diferencia de los médicos residentes que aprenden a operar con el veterano cirujano a su lado presto a corregir cualquier error, el abogado inexperto se enfrenta al juicio como Gary Cooper, sólo ante el peligro, sin un tutor a su lado que salga al quite para enmendar cualquier desafortunado desliz.

La única manera que tenemos de evitar una catástrofe es darle el pleito lo más mascado posible para evitar que en el momento de la verdad se atragante. Eso intenté estos días y aunque la buena de mi joven compañera lo asumió con santa paciencia, creo que al final se pudo enfrentar a ese trance con la toga menos apretada por la inseguridad de quien todavía debuta en estas lides. La sombra del veterano abogado es alargada.

La soportable gravedad de la Toga

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