Читать книгу Lituma en los Andes y la ética kantiana - Fermín Cebrecos - Страница 11
4. La veta sartreana de MVLl
ОглавлениеNo parece posible interpretar ni el marxismo de MVLl ni su ulterior trayectoria ético-política, sin pasar a ambos por el tamiz de Jean-Paul Sartre. Es más: determinadas partes de la impronta sartreana, pese a los vaivenes y borrones experimentados, siguen vivos en su manera de interpretar la misión del ser humano en el mundo. La intención de transmitir un mensaje, en último término moral, está siempre presente en casi toda su obra. Nunca ha perdido, por más encubierta que aparezca en sus novelas, la voluntad de transformar la realidad social, e incluso podría leerse su condena de la cultura actual a la luz de la abdicación, por parte de otros, de este ideal de la Ilustración que, vía el marxismo sartreano de su juventud, se inoculó en su forma de entender la literatura. Cierto que en sus ficciones este mensaje moral –contribuir, como atributo irrenunciable de su creación literaria, a crear hombres y países mejores– aparece sin estridencias y casi siempre velado por una sordina inteligente. Mas la metodología expresiva de su prédica cambia de acento en sus artículos periodísticos y adquiere en ellos la rotundidad que solo puede dar, si no la posesión de la verdad, la convicción de que se está cerca de ella.
El ideal sartreano de una literatura con función social –en el que también coincidía Rimbaud: la poesía debía “cambiar la vida” y mejorar el mundo– (Vargas Llosa, 2012b) implica “abrazarse a su época”, de la que el escritor no tiene modo de evadirse, pero, al mismo tiempo, supone una interpretación del mundo mediante los medios suministrados por una “filosofía insuperable”: el marxismo (Sartre, 2003, pp. 9-10). En Qué es la literatura (1948), ciñéndose a una tradición que viene desde la ciudad ideal platónica, Sartre acomete la tarea, en un esfuerzo racional totalizador, de supeditar la literatura al compromiso político, es decir, de sometimiento del arte a un objetivo que él cree superior: la transformación revolucionaria de la sociedad y el advenimiento del comunismo. Como se sabe, esa fue, durante años, una meta que MVLl, apodado por Abelardo Oquendo el “sartrecillo valiente”, hizo suya.
También en 1948, aunque bajo una luz casi todopoderosamente sartreana que opacaba a cualquier publicación rival, Emmanuel Levinas daba a la imprenta La realidad y su sombra, donde planteaba que el arte constituye el testimonio más claro de que no existe una verdad única. El “compromiso” podía, pues, ser leído en diversos contextos y ajustarse a pautas heterogéneas. Veinte años más tarde, en agosto de 1968, Umberto Eco descubre la traducción francesa del manuscrito de Adson de Melk, hecha en 1842 por el abate Vallet. Ya el predominio de la literatura como obligación política estaba en decaída, de ahí que el semiólogo italiano escribiese a comienzos de 1980 en el texto preliminar al prólogo de El nombre de la rosa:
En los años en que descubrí el texto del abate Vallet existía el convencimiento de que solo debía escribirse comprometiéndose con el presente, o para cambiar el mundo. Ahora, a más de diez años de distancia, el hombre de letras (restituido a su altísima dignidad) puede consolarse considerando que también es posible escribir por el puro deleite de escribir3. (Eco, 1982, p. 8)
En El nombre de la rosa se trataba no de reflexionar directamente acerca de la realidad, sino sobre un determinado marco textual (“es historia de libros, no de miserias cotidianas”) (Eco, 1982, p. 8). No podrá saberse a ciencia cierta, desde la perspectiva de La civilización del espectáculo, si MVLl incluiría esta obra (altamente entretenida, sin duda, y con mínimas concesiones a la literatura light) en la opinión adversa que le producen los textos de Deleuze, Guattari, Baudrillard, Barthes y, en menor medida, de Foucault (Vargas Llosa, 2012a, p. 91; 2006, p. 95). En todos ellos, su desconexión con la realidad (la vida –será su tesis– solamente existe en los textos; “la realidad real no existe”) (Vargas Llosa, 2012a, p. 78) se identifica con el “saqueo” y la “abolición” de la misma, esto es, con una posición distinta a la que él, desde siempre, ha preconizado (véase, por ejemplo, su ensayo de 1975: La orgía perpetua (Flaubert y “Madame Bovary”), y que se encuentra, de hecho, en las antípodas de lo que entiende por “entretenimiento”. Este no consistirá en el “puro deleite de escribir”, y tampoco en una mera pirotecnia verbal, o –como declaraba en el 2007 a J. Gamboa y A. Rabí do Carmo–, en el oscurantismo de una “retórica tramposa” convertida en “vehículo para la vanidad”. La “altísima dignidad” del escritor estribará, más bien, para él, en una conjunción, nunca abandonada, entre la literatura como “bello oficio” y como medio de mejoramiento de la sociedad.
En “Sartre y sus ex amigos”4, artículo publicado en El País el 30 de diciembre del 2006, MVLl retorna, de la mano del cuarto volumen de Situations (1964), a quien, con sus libros e ideas, marcó su adolescencia y sus años universitarios. Su relectura, sin embargo, reafirma con más vigor el desencanto que se produjo casi ya en la mitad de su vida:
Después de veinte años de leerlo y estudiarlo con verdadera devoción quedé decepcionado de sus vaivenes ideológicos, sus exabruptos políticos, su logomaquia y convencido de que buena parte del esfuerzo intelectual que dediqué a sus obras de ficción, sus mamotretos filosóficos, sus polémicas y sus úcases, hubiera sido tal vez más provechoso consagrarlo a otros autores, como Popper, Hayek, Isaías Berlin o Raymond Aron.
Esta declaración de intereses la obtiene, ante todo, examinando críticamente los ensayos que Sartre, “sofista de alto vuelo”, dedicó a Albert Camus (1952), Paul Nizan (1960) y Maurice Merleau Ponty (1961), tres de una serie de “ex amigos” en la que también MVLl se incluye a sí mismo. Más allá de su retórica “astuta” y “persuasiva” y de un estilo polémico difícilmente superable en su trabazón lógica, MVLl considera al Sartre de estos escritos cortos, como “un debelador implacable del sectarismo dogmático” y, por tanto, como antítesis personificada del racionalismo crítico, no obstante poseer un “intelecto desmesurado” y una “razón razonante” que lo convertían, tal como lo había calificado Simone de Beauvoir, en una “máquina de pensar”. Su cerrada defensa del comunismo implicaba la calumnia y la descalificación moral de sus oponentes, posición no acorde con la de Camus, el cual, en tesis que MVLl comparte, sostenía que toda ideología política desprovista de sentido moral habría de desembocar en la barbarie. En su ensayo sobre Merleau Ponty aparece, como síntesis fanática del sectarismo sartreano, la sentencia de que “todo anticomunista es un perro”, rabioso apotegma que conduciría a Raymond Aron a preguntar a Sartre si, debido al avance del anticomunismo, habría que considerar a la humanidad como una “perrera”.
Desde luego que en todo lo anterior se observa, por parte de Sartre, un desencuentro con Kant y una coincidencia, más bien, con la ética política hobbesiana. Sin embargo, MVLl acierta a ver en los debates sartreanos con sus “ex amigos” –no sin un cierto aire de melancólica añoranza– un horizonte menos resignado que el que ofrece la cultura actual y también, probablemente, más humanizado. No es fácil para él olvidar sus primeros amores, a pesar de que el realismo político adoptado posteriormente pretenda ocultarlos. La participación –tal como señalaba en Literatura y política, (2001b)– “en esa empresa maravillosa y exaltante de resolver los problemas, de mejorar el mundo”, constituye una línea de conducta programática que, pese a sus aminoradas “maravilla” y “exaltación”, resulta claramente visible. La Ilustración, con sus desengaños a cuestas, sigue imponiéndose en él a una posmodernidad enemiga de las utopías y entregada a la “frivolidad” en unos y al “oscurantismo académico” en otros. El “ver y vivir” cómo la cultura ha sido reemplazada por el entretenimiento ha de ser interpretado como un desencanto, que no una renunciación, ante las expectativas que, sea en su época marxista o en su etapa liberal, le creó su teoría del conocimiento. En total concordancia con su ensayo La civilización del espectáculo, declaró en Cartagena de Indias (El País, 26 de enero del 2013) que “una sociedad no puede ser democrática si el ciudadano no tiene imaginación para transformar el mundo” y “enmendar lo equivocado”.
Al reconocer que Sartre lo salvó del “sectarismo” y que, en contacto con sus escritos, aprendió que “a través de la literatura se podía combatir por la libertad” (Müller, 2013), no parece olvidar la herencia sartreana de identificar la “palabra” con el “acto”. Pero dicha herencia poseía una veta dogmática en la utopía de “transformar el mundo”, veta que se irá diluyendo en MVLl desde dos causas complementarias: el abandono del marxismo, merced a las exigencias de una razón que le iba descubriendo grietas tanto en su estructura teórica como en su praxis histórica; y una nueva idea de la libertad, impulsada, desde luego, por imperativos racionales en los que nunca está ausente el de tratar a los demás como fines en sí mismos y no como medios para conseguir el propósito que les asigne la ideología partidaria.
Mas la idea de la libertad tiene en MVLl un adeudamiento sartreano inabdicable: el antideterminismo histórico. La historia –tema, sin duda, de principal importancia en la Ilustración– no era para Kant un “fenómeno” sujeto a las leyes de la naturaleza física. Constituía, más bien, un “noúmeno” humano y, como tal, se erigía en escenario donde la razón había de enfrentarse a las pasiones para, en último término, liberarse de la servidumbre de la superstición y la ignorancia. El objetivo de “sustraer la acción humana al esclavizante esquema teleológico” propuesto por la naturaleza fenoménica, tal como puede verse en Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Absicht (1784) (Bermudo, 1983, p. 217), implicaba descubrir las leyes de la historia, tarea que el marxismo creyó haber solventado exitosamente retomando un camino antikantiano: interpretar la historia en términos de naturaleza física. La oposición sartreana a este determinismo nomológico, discordante con el marxismo oficial, hubo de significar para MVLl la aproximación a otras maneras de leer la historia.
Sartre atribuía a la literatura un compromiso revolucionario. Convencido de que el escritor puede escribir de un modo más bonito o didáctico, añadiendo o no deleite a la instrucción, no debe perder de vista que cada palabra suya compromete a todo el universo en un ámbito público. Aunque reconocía, asimismo, que “el deber del literato no solo es escribir, sino callarse cuando es necesario”, testimonió siempre, sin tapujos, un sí público y publicitario a toda revolución que, viniese de donde viniese, estuviera inspirada en el materialismo social de Marx. Al igual que los ilustrados, pensaba que la razón debía ser el motor de los cambios históricos, y admitía también, como Kant, que faltaba aún un largo trecho para establecer su predominio.
Pero Sartre, al negar la existencia de la naturaleza humana, no podía asentir a la universalidad kantiana de la razón; se lo impedía su identificación de la esencia con una existencia revelada exclusivamente en la acción. Ahora bien, si el hombre es lo que él hace de sí mismo (Sartre, 1999, p. 31) y no hay un Dios que le muestre (u obligue) a seguir un determinado itinerario ético, el futuro queda abierto a lo impredecible. Contra lo que pueda creerse, Sartre no cae en la orfandad de un indeterminismo histórico. Por el contrario, sin arriar nunca la esperanza en el cumplimiento del comunismo, subrayará la necesidad de un compromiso responsable con dicha meta y abogará, consiguientemente, por una revolución que la haga posible. El escritor no puede sucumbir a la “tentación de la irresponsabilidad”, la cual, según él, es común en los escritores de origen burgués, resignados a convertirse únicamente en “ruiseñores” (Sartre, 2003, pp. 2-3).
En testimonio que Sartre no compartiría, sostenía Ernst Jünger que el autor no está comprometido, pero sí lo está su escritura. La veta sartreana de MVLl –el compromiso del lenguaje como arma de defensa o de ataque ideológicos– se ha mantenido incólume a través de casi toda su creación literaria. Admitiendo, eso sí, notorios cambios de timón en su metodología, tampoco ha renunciado a la transformación del mundo, especialmente del mundo peruano, que ha constituido siempre su primera pasión. No puede, sin embargo, afirmarse que este anhelo de transformación se iniciase en MVLl en sus primeros contactos con el marxismo. Tanto este como la doctrina social de la Iglesia (MVLl perteneció al partido de la Democracia Cristiana) (Vargas Llosa, 2010, pp. 332-333) y la gran mayoría de ideologías políticas, tienen como bandera cambiar el mundo, aun cuando Marx, en su IX tesis sobre Feuerbach, reclamase en exclusiva, con complejo adánico, este privilegio para su propia filosofía revolucionaria.