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3. Las diferencias entre “razón teorética” y “razón práctica”

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De la filosofía de Aristóteles –y de buena parte de la que en Occidente fue, de un modo u otro, su continuación– pueden deducirse cinco diferencias fundamentales entre la “razón teorética” y la “razón práctica”, las cuales se ubican concretamente en el punto de partida, en el método, en el punto de llegada, en el objetivo final y en el modo de expresión.

Ha de partirse del hecho de que tanto Aristóteles como Kant sostienen que la razón humana es una sola (Kant habla de “una y la misma razón”, FMC, p. 67; Ak IV, núm. 391), solo que su uso o desenvolvimiento pueden aplicarse a los dos ámbitos mencionados: el de la “teoría” y el de la “praxis”, recibiendo en cada caso, respectivamente, la denominación de razón teorética o razón práctica. En efecto, cuando se trata de buscar la verdad (tanto en física como en metafísica), entonces se habla de una razón teorética, y cuando de lo que se trata es de encontrar en la razón las normas que deben dirigir las acciones que el hombre hace libre y deliberadamente, entonces la razón es denominada razón práctica. Esta última recibe también, como ya se ha dicho, el nombre de conciencia moral.

He aquí, descrito de manera comparativa, el diferente itinerario que siguen ambas razones.

El punto de partida de la razón teorética (aplicado aquí a una ciencia que no es “práctica” ni “creadora”, sino teórica: la física) (Metafísica, E 1025b-1028a) es lo específico, lo cambiante, lo empírico (es decir, el caso particular concreto registrado en la experiencia, teniendo en cuenta que el concepto de experiencia irá adquiriendo históricamente connotaciones que van más allá de lo sensorial). Se trata, entonces, de algo susceptible de ser observado (sensorial o vivencialmente) y de ser sometido –tal como sostendrá más tarde la ciencia moderna– a la repetición y al control matematizado.

En segundo lugar, el método inductivo3 se encargará de “elevar” el caso particular hacia una generalización teórica o, lo que es lo mismo, al rango de una teoría científica (del griego theorein, que significa “abarcar el todo” con la mirada de la razón, premuniéndolo de la “universalidad” y de la “necesidad” no existentes en la experiencia del “caso concreto”). La “teoría”, que es el punto de llegada de la razón teorética, posee la atribución de “ley” (carácter nomológico) y se contrasta sometiéndola a nuevas observaciones no incluidas en el punto de partida. La contrastación, sin embargo, no era tan importante en el mundo griego, aunque se convertirá en la modernidad en la característica decisoria de la metodología científica. En efecto, en el proceso de la razón teorética la validez “universal” de la teoría se pone a prueba (“se muestra” = “se demuestra”) en el caso particular propio de la experiencia, por lo que puede afirmarse que toda teoría científica, merced a la “demostración” en las ciencias formales y a la “mostración” u “ostensión” en las ciencias fácticas, es de naturaleza universal, necesaria y contrastable. Tales son los atributos que la razón impone al conocimiento para que este sea científico.

El objetivo final de la razón teorética estriba en conseguir la verdad en lo que se investiga y, por ello, su forma de expresión se realiza mediante juicios o proposiciones que se formulan en el “modo indicativo” de los verbos y que poseen, necesariamente, un carácter lógico de verdad o falsedad. Dicha formulación, independientemente de su complejidad expresiva, puede reducirse al enunciado atómico: sujeto, cópula (tercera persona singular o plural del presente de indicativo del verbo “ser”, en forma afirmativa o negativa) y predicado.

Este quíntuple paso de la razón teorética en el método científico puede esclarecerse mediante el ejemplo de la ley newtoniana de la gravedad.

Tal como se pone de manifiesto en las Memorias de la vida de Sir Isaac Newton (1752), de W. Stukeley, Newton estaba sentado a la sombra de unos manzanos, envuelto en sus reflexiones, cuando vio desprenderse una manzana de uno de ellos. Este hecho concreto, que seguramente fue enriquecido con otras variables (por ejemplo: caída de manzanas colocadas más arriba o más abajo de la que cayó y medición diferenciada del tiempo de caída) originó en él varias preguntas relacionadas entre sí: ¿por qué las manzanas caían siempre perpendicularmente al suelo, hacia el centro de la Tierra, y no iban hacia arriba o hacia un costado? Los hechos sobre un mismo fenómeno le conducían a una explicación teórica que podía expresarse en proposiciones hipotéticas: la manzana era atraída por la materia terrestre y, por lo tanto, la suma de dicha fuerza atraccional tenía que estar situada en el centro de la Tierra, lo cual explicaba que la manzana cayese indefectiblemente de manera perpendicular hacia él. Ahora bien, la materia de la manzana posee fuerza de atracción, de ahí que haya de suponerse que la fruta atrae también a la Tierra, pero si cae hacia su centro, tendrá que aceptarse, de igual modo, que la fuerza atraccional está en proporción a la cantidad de su masa. Tales proposiciones pueden contrastarse en todo el universo. A Newton le interesaba conocer la verdad sobre la naturaleza física y porque estaba convencido, a la manera de Leonardo da Vinci, de que el mejor modo de conocerla era estudiando el movimiento, contribuyó con su ley matemática de la gravitación universal (lex gravitationis universalis) (1687) a unificar la física terrestre y la física celeste. Su teoría fue expresada mediante esta proposición: “Todos los objetos se atraen unos a otros con una fuerza directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que separa sus centros”.

La razón práctica (o “conciencia moral”) procede de manera opuesta a la de la razón teorética. En efecto, su punto de partida consiste en la ley (en este caso, un enunciado legaliforme consensuado universalmente como “bueno”). Es, por consiguiente, no una ley científica (matemática, física, psicológica, social, aplicable a las diferentes clases de ciencias), sino una ley moral (concerniente solo a las acciones humanas en tanto que objeto de la ética). Luego, siguiendo un método deductivo de “descenso” hacia lo particular, se adviene precisamente al caso concreto (que es siempre una acción que constituirá su punto de llegada), aplicándole la ley. Dicho punto final se identifica, en consecuencia, con una acción u omisión que deben hacerse o dejar de hacerse y, por tanto, vinculadas siempre a la pregunta: “¿Qué debo hacer (o no hacer) yo en esta circunstancia concreta?”. El punto de llegada es llamado también hic et nunc, una expresión latina que significa precisamente “aquí y ahora”.

El objetivo final de la razón práctica radica en la bondad (o “valor moral”) de las acciones humanas, siendo su vehículo expresivo un modo verbal que no está relacionado intrínsecamente con la verdad: el imperativo. Y así como las proposiciones pueden reducirse al enunciado atómico expuesto arriba, así también cabe sintetizar todos los imperativos, por más numerosos y diversos que sean, en estas dos leyes éticas: ¡Haz esto! (imperativo de acción) y ¡Evita hacer esto! (imperativo de omisión).

Un ejemplo de la actuación de la razón práctica: acéptese el mandato o ley moral “no robar” como bueno (no importando, en este caso, que la extracción del mismo sea a priori o a posteriori, es decir, independiente o dependiente de la experiencia). Supóngase que alguien se encuentra un día solo en casa y con hambre, y que la única posibilidad de saciarla es robando las tentadoras manzanas que, en cercanía cómplice, se le ofrecen desde la huerta del vecino. El procedimiento moral de la razón práctica ha de consistir, en principio, en aplicar la ley a “este” caso concreto y, por lo tanto, en no robar. Dependerá de la ética que se practique –formal o material–, que deba actuarse sin excepciones o, por el contrario, que el cumplimiento de la ley moral, al depender de la situación, las admita. El objetivo final es, por consiguiente, la bondad de las acciones humanas, y su expresión se lleva a cabo mediante el modo verbal imperativo.

Nótese, finalmente, que en ambas “razones” hay un elemento legislativo, un deber ser “natural” o “moral”. Sin embargo, la ley no implica en el ámbito teorético obligación ética alguna, sino una adecuación del caso concreto a la teoría; si la adecuación no se da, la ley ha de ser o bien descartada (Karl Popper), o bien reformulada mediante hipótesis auxiliares para que, en su reformulación, acoja dentro de sí al caso rebelde. “Todos los cuerpos caen” implica, desde luego, que “todos los cuerpos deben caer” hacia el centro de la Tierra con la constante de aceleración predicha por Newton, pero no se trata, en rigor, de ninguna imposición a priori y dogmáticamente universal. En cambio, la ley moral, siempre que esté vinculada a una razón práctica pura (Kant), se impondrá con carácter indiscutible y, por ello, estará en capacidad de “normar” o “regular” universal y necesariamente los casos concretos en los que la acción humana se manifieste.

El término “deber” –tal como sostiene Adela Cortina (1986)– expresa simultáneamente dos acepciones:

Es signo de que al menos una parte del lenguaje práctico utilizará expresiones prescriptivas; pero, sobre todo, indica que la realidad humana no se reduce a la teórica monotonía de lo que es, sino que se muestra verdaderamente humana cuando exige, a pesar de la experiencia, que algo debe ser. (p. 32)

Consiguientemente, la ética ha de tener por objeto el deber, y este se expresa mediante el imperativo propio de los juicios morales. Mas el deber, traducido de modo inmediato en “qué debo yo hacer aquí y ahora”, ha de ser justificado racionalmente, esto es, mediante la apelación a un logos que, entiéndase como innato o como derivado de la experiencia, tendrá que enfrentarse al interrogante: “¿Por qué debo hacerlo?”. En palabras de Paul Lorenzen, “nos encontramos con que ya hemos aceptado algunas normas morales. La cuestión es ahora: ¿por qué las aceptamos?”4. Así, pues, una vez que se ha acogido “especulativamente en conceptos lo que hay que saber en lo práctico”, resta “esclarecer si es acorde a la racionalidad humana atenerse a la obligación universal expresada en los juicios morales” (Cortina, 1986, pp. 62-63). La justificación racional del porqué una acción es calificada de buena o de mala se torna, en consecuencia, en parte inherente de la ética y constituye sin duda, tal como ha subrayado Pierre Blackburn (2005, pp. 17-28, 30), su componente esencial.

Ahora bien, esta dimensión crítica de la ética ha de llevarse a cabo mediante el recurso a una idea (“forma”) moral, la cual tendrá también que ser legitimada racionalmente. La razón expresará aquí un juicio lógico, esto es, relacionado con la verdad y no con las prescripciones propias del modo imperativo en que se enuncian los juicios morales. La distinción entre “moral como forma” (o “moral como estructura”, en expresión de J. L. Aranguren) y “moral como contenido” es fácil de advertir en gran parte de la historia de la ética. Al respecto, A. Cortina (1986) escribe: “La forma representaría en las distintas versiones el elemento universalizador, mientras que el contenido sufriría las variaciones históricas y culturales de que da fe la diversidad moral” (pp. 63-64).

En Kant la idea del deber (forma, eidos), sintetizada en el imperativo categórico, es el fundamento, por identificarse con la naturaleza de todo ser racional, de las pretensiones de necesidad y universalidad que acompañan a las leyes morales. Tampoco se acepta en la ética kantiana un contenido nomológico moldeado por las circunstancias; es, más bien, la “forma” (esto es, la idea del deber) la que ha de obligar al “contenido”, mediante el constreñimiento de la voluntad, a concordar con ella, a sabiendas, empero, de que la coincidencia jamás se llevará a cabo de manera exhaustiva.

En toda ética, finalmente, los principios prácticos se ponen a prueba en el caso concreto. El formalismo kantiano, al igual que la ética marxista, tendrán como fin lograr que las acciones humanas posean bondad, expresada en términos de valor moral adherido a la conciencia individual, o de valor revolucionario, del que se hace responsable la conciencia de clase. Mas una idéntica teleología no supone igualdad en el método para conseguirla, pues aunque la casuística se constituye en componente fundamental de las teorías éticas, su ejercicio será, por lo general, un elemento diferenciador. En Kant los principios morales no conceden ni la más mínima excepción a la inflexibilidad de su aplicación. ¿Sucederá lo mismo en la ética marxista de SL?

Lituma en los Andes y la ética kantiana

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