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Módulo 1. La ética kantiana: cuestiones introductorias 1. Concepto específico y concepto general de ética. Etimología

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La ética es una rama de la filosofía práctica y, por ende, su ámbito de reflexión se centra en torno a la praxis. Por praxis se entiende aquí a todas las acciones que el ser humano efectúa de manera libre y deliberada. Así, pues, la ética implica el estudio racional de los actos humanos, pero su perspectiva no es la misma que la de otras ramas de la filosofía que también reflexionan sobre lo que el hombre hace. La dimensión con la que la ética aborda la praxis no es otra que la del bien moral. Dicho de otro modo: la ética califica de “buenas” o “malas” las acciones libres y deliberadas de los seres humanos y está interesada, sobre todo, en justificar racionalmente los juicios morales.

Todo el mundo emite juicios sobre su propia praxis y la de los demás, incluida, claro está, la praxis de las instituciones: partidos políticos, iglesias, administración económica y jurídica; pero le corresponde a la ética la elaboración de conceptos y teorías que valoren y jerarquicen la naturaleza, la función y el valor de dichos juicios. Sin embargo, para cumplir con este triple fin, y como instancia previa, tiene que proceder a evaluar las presuposiciones en que se fundamentan los juicios morales y calificarlos, según sea el caso, de válidos, problemáticos o erróneos (Blackburn, 2005, pp. 17, 22). Puede verse, entonces, que la legitimación racional de por qué se afirma que una acción es buena o mala se relaciona necesariamente con la facultad crítica de la razón.

Este concepto específico de la ética se fundamenta en otro más general. En el concepto general se pone también de relieve que la ética es una disciplina filosófica vinculada a la filosofía práctica, aunque ahora se le concede un campo de estudio más amplio. En efecto, en él se afirma que la ética consiste en la reflexión acerca de lo que el ser humano debe ser, pero teniendo en cuenta previamente lo que el ser humano es. El “deber ser” ha de traducirse, desde luego, en el “deber hacer” y, de este modo, queda claramente establecida su vinculación con la praxis.

Del concepto general puede deducirse que la ética individual y política requiere de una antropología filosófica, esto es, de una previa definición de lo que el ser humano es, a fin de que, sobre ella, la ética establezca su deber ser. Así, por ejemplo, si el ser humano es conceptuado como un “animal racional”, carecería de sentido elaborar para él pautas éticas de naturaleza puramente animal y, por ende, servibles también para el topo, la gallina y cualquier otro animal irracional. No habría lógica tampoco si, por el contrario, la ética solo tuviera en cuenta su dimensión racional y, a la manera de Descartes y Kant, la naturaleza humana fuese conceptuada como res cogitans (ser pensante) o “razón pura” (reine Vernunft). Del mismo modo, si el hombre es definido como “un ser de naturaleza inmaterial” (“angélica”) o como “hijo de Dios”, resultaría contradictorio pretender normar su conducta mediante una ética de corte puramente materialista. Toda relación, sea de preeminencia o de equilibrio irenista, dependerá –también en la ética política– del concepto de ser humano que teóricamente se maneje (Fernández, 2000, p. 27).

En la ética de SL, insertada dentro del materialismo histórico-dialéctico, se parte, como no podría ser de otra forma, de una antropología previa. Sus presuposiciones básicas, casi todas ellas sujetas a la dimensión política, son principalmente estas: el ser humano como un producto derivado (“epifenómeno”: Lenin) de la materia; la desigualdad social (“explotadores y explotados”); la lucha de clases, para combatirla; y la instauración, mediante el triunfo del proletariado, de un régimen igualitario, “comunista”, en el que el “ser” explotado sea corregido por un “deber ser” que garantice una auténtica justicia distributiva.

Conviene hacer presente que, desde el punto de vista etimológico, el término “ética” está formado, en la filosofía clásica ateniense, por la raíz griega ethos (= costumbre, uso, hábito, pero también “forma de ser”), queriendo significar que se trata de un saber normativo de las acciones humanas, es decir, regulador de la praxis habitual de la conducta, la cual está estructurada por acciones que pueden tipificarse como “costumbres” (véase, por ejemplo, Aristóteles: Ética nicomaquea, II, 1, 1103 a 17-18). Esta concatenación de acciones virtuosas, iniciada en la educación de la niñez, garantiza, en tanto que hábito, la adquisición de la virtud ética (Ética nicomaquea, II, 2, 1103 b), de tal modo que, en términos de Tomás de Aquino, las costumbres se tornarán en naturaleza, en “forma de ser” (Suma Teológica, 1-2, q.58, a.1). De igual manera, el vocablo “moral” procede del latín mos-moris (que significa “costumbre” y también “carácter”, tal como sostiene Cicerón en De fato, I, 1), de ahí que puedan usarse etimológicamente como sinónimos los términos “ética” y “filosofía moral”, a sabiendas de que entre ellas suele hacerse la siguiente distinción: la moral se refiere directamente a la bondad o maldad de las acciones, mientras que la ética implica una justificación racional del porqué se atribuye a las acciones dichos predicados1.

Lituma en los Andes y la ética kantiana

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