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9. De la cultura del marxismo a la cultura de la libertad

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Despedirse del ideario ético-político del marxismo implicó para MVLl dos constataciones para ser tenidas en cuenta. La primera es que el “deber ser” propuesto por el materialismo histórico-dialéctico no era el adecuado para, en consonancia con los ideales de la Ilustración, mejorar el mundo de la realidad humana. Y, en segundo lugar, como premisa de la anterior, que el análisis de dicha realidad (esto, es del “ser”) no era tan “científico” como suponían sus defensores.

En MVLl el proceso de conversión de la ética de compromiso marxista a la ética (también, en él, de compromiso) del liberalismo democrático siguió un camino que tuvo como primera estación –en expresión de Enrique Krauze– el “bajar de su pedestal” a J. P. Sartre7. Mas en este “evolucionar desde el despotismo autoritario a la sociedad abierta” él va descubriendo, tal como lo aseguraba en julio del 2004, a los “grandes pensadores de la libertad”, en cuyo listado incluye a Kant, Friedrich A. Hayek, Adam Smith, Popper, Tocqueville, Nozik, Aron y Berlin (Vargas Llosa, 2004; 2010, p. 103). Aunque en un intelectual como MVLl, enemigo radical de todo autoritarismo ideológico, no puede hablarse de estación última, tampoco ha de prescindirse, para comprender mejor sus diferencias con la Ilustración, del influjo que, junto a los autores nombrados, han ejercido sobre él John Stuart Mill y los economistas Ludwig von Mises y Milton Friedman (Vargas Llosa, 2012a, p. 182).

De Isaiah Berlin, aparte de la convicción de que no existen mundos perfectos, asumió la ratificación de que “la vida es un fin en sí misma” y que el hombre no puede ser sacrificado en el altar de ninguna abstracción ideológica, ideas que el pensador letón puso de manifiesto en su obra sobre el socialista ruso Alexander Herzen Russian Thinkers y en la colección de ensayos Against the current, ambas publicadas en 1979 (Vargas Llosa, 1983, p. 407). También adquirirá de él, como un alegato en pro de la individualidad libre, el concepto de una libertad negativa que limita la autoridad y que, al contrario de la libertad positiva, no busca enseñorearse de ella para distribuirla y administrarla en nombre de la igualdad (Vargas Llosa, 1983, p. 415).

De Karl Popper herederá MVLl dos coordenadas esenciales para ubicar su posición política y su teoría del conocimiento. Merced a La sociedad abierta y sus enemigos (1945) y a Miseria del historicismo (1961) rechazará, respectivamente, los regímenes totalitarios y la fe en metodologías holísticas que, sacrificando lo individual a lo ideológico, han producido utopías también totalizadoras como el marxismo y el fascismo. De la lectura de Conjeturas y refutaciones (1963) y Conocimiento objetivo (1972), y de otras obras de la vasta bibliografía popperiana, en la que no faltarán tampoco los aportes al racionalismo crítico hechos por su discípulo Hans Albert, MVLl extraerá tres ideas fundamentales: que no existe ninguna teoría (ni social ni científica) que sea perdurablemente verdadera; que hay que ser audaz para derrocar viejas teorías incapaces de reflejar la realidad; y que la única metodología para salvarse del error es el falsacionismo, esto es, una crítica libre que, mediante el ensayo-error, constate que la verdad es un proceso y no un hecho objetivable. Esta subordinación de la observación a la teoría (siempre a una teoría de carácter “falsable”) otorga a los seguidores del racionalismo crítico la necesidad de proponer “conjeturas audaces”, con la esperanza de que, gracias a su falsación, permitan avanzar en la verdad del conocimiento. Las “conjeturas” teóricas no deben, empero, confundirse con la facticidad de una praxis revolucionaria o antisubversiva que, como la de SL y la represión del Estado peruano, dejó en su camino, convertidas en cadáveres, pruebas ostensivas de un “regreso” hacia la barbarie.

Popper fue también partidario de la indulgencia frente a los errores de las teorías que interpretan el mundo, de ahí que MVLl coincida con él en su rechazo del maniqueísmo, propensión de muchos intelectuales a adoptar una ideología con el dogmatismo propio de la religión. Mas el paso del socialismo marxista al liberalismo democrático supuso en él una etapa intermedia, “alejada, según E. Krauze, de la derecha y de la izquierda, de los sables y de las utopías” y en búsqueda de una “tercera posición”, etapa calificada de “limbo” por el mismo autor. Sin embargo, precisamente porque en MVLl el peso de lo “ilustrado” es más determinante que el de lo “posmoderno”, no puede él vivir largo tiempo en ningún limbo, ya que la neutralidad onírica no mantiene vinculación alguna con la realidad. Pero incluso desde su limbo efímero, rechaza –y en ello sigue siendo un ilustrado– “un pragmatismo sistemático” y “un espontaneísmo racional”, puesto que no se puede, según él, vivir “sin un esquema intelectual que proponga una interpretación de lo existente, explique el pasado, fije un modelo ideal y trace un camino para alcanzarlo”. Sin embargo, acercándose ya, por razones éticas, estéticas e ideológicas, a su adiós al marxismo y al encuentro del liberalismo democrático, enfatiza “la necesidad de revisar de manera permanente las ideologías y, mediante una crítica continua, perfeccionarlas…, flexibilizarlas, adaptarlas a la realidad humana en vez de tratar de adaptar esta a ellas” (Vargas Llosa, 2009a, pp. 266-267). La dialéctica de la Ilustración, como puede verse, posee brazos largos y muy ramificados.

Ha de afirmarse, entonces, que la Ilustración no solamente tuvo una faz racionalista, sino que, heredera también, en el empirismo moderno, de la teoría aristotélica del conocimiento, incidirá en la relevancia de la experiencia como correlato necesario de la verdad. No es este el lugar propicio para demostrar cuán partidario del empirismo gnoseológico es MVLl, pero su adiós a Sartre, lo mismo que sus invectivas en contra de Foucault, Derrida, Baudrillard y otros abanderados de la posmodernidad, se fundamentan en el hiato establecido por ellos entre literatura y realidad. Al quitarle al pensamiento su nexo con la experiencia humana, cree él que se tenderá a relativizar las nociones de verdad y valor (Vargas Llosa, 2012a, p. 38), produciéndose así una atmósfera cultural frívola, distinta, desde luego, del “limbo” que lo envolvió en su transición del marxismo al liberalismo, pero con características más difíciles de superar.

Ahora bien, si MVLl sale del limbo y, en su salida, se despide del autoritarismo dogmático de las ideologías, lo hace porque no renuncia a uno de los ideales más consecuentes de la Ilustración: el ejercicio libre del poder crítico de la razón. Este poder es el responsable de que, en expansión del ámbito restringido al que Kant lo confina mediante la abstracción de una “razón pura práctica”, queden incorporados en él todos los componentes de la vida humana. La razón ha de ser, en consecuencia, permeable a la evolución histórico-cultural, aun cuando se corra el riesgo de que sea precisamente la apertura a sistemas opuestos a una verdad única la que se convierta en causa del malestar cultural actual, contra el que MVLl despotrica, como ya se ha visto, en términos tan sonoros como reincidentes.

No será necesario aquí hacerse eco de lo que MVLl, apoyándose en George Steiner ha denominado “pesimismo estoico de la poscultura” (Vargas Llosa, 2012a, p. 21), pero sí hay que subrayar que la cultura, que agrupa en sí una suma de factores y disciplinas no tan fáciles de definir, se ha vuelto “un fantasma inaprensible, multitudinario y traslaticio” (pp. 65-66) porque, entre otras causas, ha asumido dentro de sí también lo que la “cultura superior” había dejado de lado en gran parte del movimiento ilustrado8. Ahora bien, el interrogante imprescindible sigue siendo el mismo: ¿Quién dictamina, y en base a qué, que la cultura, “en el sentido que tradicionalmente se ha dado a este vocablo, está en nuestros días a punto de desaparecer”, o que acaso haya desaparecido ya y sea, más bien, reemplazado por otro concepto que “desnaturaliza” su antiguo significado? (Vargas Llosa, 2012a, pp. 13-14). Para MVLl, la respuesta radica en la aceptación de una cultura abierta y diferenciada, la cual, sin embargo, solo encontrará su fundamentación si se recupera la gradación establecida por una auctoritas que vuelva a erigirse en “revisión crítica constante y profunda de todas las certidumbres, convicciones y teorías” (Vargas Llosa, 2012a, pp. 84, 75). Pero “autoridad” en términos de cultura equivale, sin duda, a no aceptar su “democratización” y hacer referencia, más bien, a “culturas superiores e inferiores”, aun a riesgo de ser motejado de “arrogante, dogmático, colonialista y hasta racista” (Vargas Llosa, 2012a, p. 67). La aceptación del multiculturalismo no le impedirá a MVLl sostener que ninguna cultura, por más antigua y respetable que sea, puede gozar de absoluta inmunidad moral. Resulta imposible, sin embargo, no reiterar aquí que dicho dictamen ha de fundamentarse no en las diferencias culturales que relativizan el valor de lo bueno, sino en una razón humana común en la que habrían de coincidir todas las culturas.

MVLl defiende una aristocracia cultural que, lejos de la masificación y de la frivolidad, esté en capacidad de proponer una corrección orientadora a una “civilización del espectáculo” que ha convertido el entretenimiento en el “valor supremo” de su tabla (“invertida”, “desequilibrada”) de valores. Pero los “falsos valores” –era ya su convicción en la citada entrevista de Gamboa y Rabí do Carmo– son celebrados por un “enorme público”. Se resiste, sin embargo, en contra de G. Steiner, a la muerte del humanismo, de modo que las adustas pinceladas con las que describe el panorama de la cultura actual constituyen el resorte que lo impulsa a proponer otras metas: aristocracia cultural frente a democratización cultural, contenido frente a forma, esencia frente a apariencia, sentimientos e ideas frente al “gesto y el desplante” y, en recuperación kantiana de términos y contenidos, “valor” frente a “precio” (Vargas Llosa, 2102a, pp. 34, 36, 51, 32).

En su opinión, la “alta cultura” no puede renunciar a su misión orientadora en la sociedad, enriqueciendo su vida espiritual, estableciendo una jerarquía axiológica en la que todo no sea valorativamente igual, proponiendo, en fin, un “entretenimiento” diferente del que la cultura actual, que es sucedáneo fallido tanto de una cultura superior como de las religiones, hace gala. MVLl cree que la “cultura de la libertad” ha de constituirse en revulsivo para revertir esta situación, empresa, sin embargo, en la que los intelectuales deberán romper “el juego de moda” y no volverse “bufones” del statu quo imperante (Vargas Llosa, 2012a, pp. 42-46). Así como la democracia es un “sistema de coexistencia de verdades contradictorias” (Vargas Llosa, 2009a, p. 289), también ha de serlo la cultura. Pero en una y otra, no obstante su tolerada heterogeneidad, tiene que establecerse una jerarquía de valores abierta a la elección libre de cada individuo.

¿Cómo establecer dicha jerarquía? ¿Por qué los representantes de la “alta cultura” estarían en disposición de proponer el criterio valorativo más acertado? ¿De dónde les viene la investidura del ejercicio de tal autoridad? La respuesta de MVLl a estas preguntas no se origina en el “ser” de la cultura contemporánea, esto es, en una realidad humana que conviene tener en cuenta, pero que reclama mejoramiento moral. Su núcleo de proveniencia es un “deber ser” que no puede desentenderse de la racionalidad ni como clave interpretativa del “ser”, ni tampoco como su corrección orientadora: esta es la deuda claramente identificable de MVLl con los ideales de la Ilustración. En efecto, si se adopta la perspectiva del formalismo kantiano, resulta claro que la evaluación jerarquizante de lo que acontece en la vida humana ha de extraerse de la razón pura, esto es, de una conciencia liberada de todo aquello que la razón misma, en su labor depuradora, considera como no racional. Desde esta óptica, y en traslado ya a LA, la ética de SL, al situarse en las antípodas de la ética kantiana, se apoyaría en fundamentos nítidamente erróneos. En efecto, aun cuando la ética de MVLl, por las restricciones anteriormente expuestas, no coincida exhaustivamente con la que Kant propuso, LA, en prosa que se encarga de describir, con cruda minuciosidad, hasta dónde puede llegar el comportamiento irracional de los seres humanos, puede convertirse en un alegato en pro de una moral deontológica que está, sin proponérselo su autor, más cerca de Kant que de las éticas consecuencialistas derivadas del liberalismo democrático.

En opinión de MVLl, la violencia senderista tiene una procedencia ideológica urbana: nace de movimientos citadinos conformados por intelectuales y militantes de las clases medias, “seres a menudo tan ajenos y esotéricos –con sus esquemas y su retórica– a las masas campesinas, como SL para los hombres y mujeres de Uchuraccay”. Les une, sin embargo, una característica común: se creen dueños de la verdad absoluta y se aprovechan del derecho a la insurgencia en contra de las lacras visiblemente ostentadas por un Estado corrupto (Vargas Llosa, 1990, p. 170), para, en nombre de un ideal ético, proponer una revolución que, en principio, podría explicarse como una extensión histórica de la Ilustración.

Lituma en los Andes y la ética kantiana

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