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10. La fe en el poder crítico y en el poder dogmático de la razón

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¿No cae MVLl en un dogmatismo similar? ¿No está condenada la razón, por su repartición heterogénea y su diferenciada jerarquización, a estar representada por caudillos culturales que, de una u otra manera, encarnarán un despotismo ilustrado? La respuesta, ateniéndose a los cánones de la Ilustración, ha de ser clara: a MVLl le salvará de dichas consecuencias su fe en el poder crítico de la razón humana. Y será dicha fe, aplicada también a su propia visión del mundo, la que le permitirá, en LA, contraponer silenciosamente a la ética de SL la necesidad de que en el Perú imperen valores morales ajustados a la racionalidad. Desde esta posición, no será posible entablar un “diálogo” con discursos (lógoi) diametralmente opuestos, en los que la razón, castrada en su facultad crítica, ha devenido en la barbarie senderista o en un nacionalismo indigenista, del que, por ejemplo, uno de sus representantes, en concordancia con su propia visión del mundo, declaró que si MVLl hubiera ganado las elecciones de 1990, “habría cambiado el escudo nacional por una esvástica” (Granés, 2009, p. 11). Aunque no tan grotescamente formulada, esta percepción, a todas luces injusta, es compartida hasta hoy por no pocos peruanos, lo cual pone de manifiesto que la Ilustración en el Perú podría estar más cerca del caudillismo despótico que de cualquier concepción política tamizada por la crítica racional.

En el artículo anteriormente citado, J. Volpi (2012) presenta al autor de La civilización del espectáculo como “el último sabio de la tribu” que recorre un campo de batalla en el que “todas las vertientes de lo humano han sido pervertidas por la frivolidad”. En una suerte de jeremiada donde no queda títere con cabeza, MVLl sostiene, según el escritor mexicano, que ya no se hace caso a la auctoritas, que se ha desvanecido el respeto a la élite cultural y que, al diluirse las fronteras entre la alta cultura y la cultura popular, también se han resquebrajado los parámetros que permitían distinguir lo bueno de lo malo. Resulta comprensible, entonces, que se prefiera un concierto de Lady Gaga a la música de Wagner, o leer a Dan Brown en lugar de a W. Faulkner. Todo esto, que testimonia el hecho de que sin una aristocracia cultural se impondrá el caos, es “indigerible” para el “marxista que Vargas Llosa tiene arrinconado en su interior”.

Volpi (2012) asevera que MVLl “acierta al diagnosticar el final de una era: la de los intelectuales como él”, pero, en tesis opuesta, aboga por ver en esta mutación no un triunfo de la barbarie, sino la oportunidad de definir, ante un panorama en el que ciertos ideales de la Ilustración se han mostrado fallidos, nuevas relaciones de poder cultural. Y añade:

La solución frente al imperio de la banalidad, que tan minuciosamente describe, no pasa por un regreso al modelo previo de autoridad, sino por el reconocimiento de una libertad que, por vertiginosa, inasible y móvil que nos parezca, se deriva de aquella por la que Vargas Llosa siempre luchó.

Más allá de las discordancias que puedan establecerse con el texto de J. Volpi, ha de quedar en claro que, efectivamente, el ideal libertario, pese a todos los sojuzgamientos a los que pueda estar sometido (y será difícil encontrarle mayores obstáculos que los que le planteó SL en el relato de LA), constituye la síntesis ético-política de MVLl. Sito en la encrucijada de caminos contrapuestos, en dicho ideal late el sapere aude de la Ilustración, puesto que, cultivado críticamente, “nada puede reemplazar a la cultura en dar un sentido más profundo, trascendente, espiritual a la vida”; sería, más bien, una “tragedia” que el “progreso tecnológico”, “científico”, “material”, se convirtiese en sucedáneo de la tarea de pensar por cuenta propia. Pero, en su opinión, habrá que dejar en manos de la historia, nunca fatídicamente preanunciada, la posibilidad de que la “cultura de la libertad” reemplace en profundidad y vigor a la actual, convertida, ella misma, en “algo superficial”. Imposible no detectar aquí los ecos del existencialismo sartreano y el enjuiciamiento que le merecía a Martin Heidegger (1969, pp. 75-76), dos años después de que Hitler subiera al poder en Alemania, una “técnica” que, en su avance desmesurado, podía privar al hombre de su conciencia histórica. E imposible también no asegurar que MVLl coincidiría con caracterizar al tiempo presente –tal como lo ha hecho Juan Goytisolo en su discurso de recepción del Premio Cervantes (El País, 27 de abril del 2015)– con los signos de una “uniformidad impuesta por el fundamentalismo de la tecnociencia”.

Si MVLl arremete en contra del “espectáculo” que ofrece una cultura que tiende a desembocar en el “puro entretenimiento”, y si, además, está convencido de que esta “frivolización” consiste en “tener una tabla de valores completamente confundida” y en sacrificar a lo inmediato “la visión del largo plazo” (Martínez, 2012), cabe preguntarse cómo y por qué, en medio de este panorama cultural, sobrevive la capacidad de someterlo a crítica. La respuesta radica, sin duda, en el poder de una razón que filtra jerárquicamente (este es el significado del verbo griego krinein) lo que ante ella se presenta. Pero la razón no admite en MVLl ni un prorrateo ni un ejercicio igualitarios. Declara, en efecto, a Jan Martínez Ahrens (2012):

No todos pueden ser cultos de la misma manera, no todos quieren ser cultos de la misma manera y no todos tendrían que ser cultos de la misma manera, ni muchísimo menos. Hay niveles de especialización que son perfectamente explicables, a condición de que la especialización no termine por dar la espalda al resto de la sociedad, porque entonces la cultura deja ya de impregnar al conjunto de la sociedad, desaparecen esos consensos, esos denominadores comunes que te permiten discriminar entre lo que es auténtico y lo que es postizo, entre lo que es bueno y lo que es malo, entre lo que es bello y lo que es feo. Parece mentira que se haya llegado a un mundo donde ya no se pueden hacer este tipo de discriminaciones. Porque eso sí, si desaparecen esas categorías es el reino del embuste, de la picardía… La publicidad reemplaza al talento, lo fabrica, lo inventa. …Y eso es lo que está pasando. Hoy en día hablar de cocina y hablar de la moda, es mucho más importante que hablar de filosofía o hablar de música. Eso es una deformación peligrosa y una manifestación de frivolidad terrible.

Aunque es poco probable que MVLl endilgase hoy a SL la “frivolización” y el “oscurantismo embustero” que caracterizan a la civilización del espectáculo, sí estaría de acuerdo en que la hegemonía, bien sea de lo “frívolo” o de lo “oscuro”, habría de redundar en un “desplome de valores” que daría al traste con la “cultura democrática”. Ahora bien, cuando él habla de “denominadores comunes” que permitan ejercer la crítica del statu quo cultural, les atribuye su autoría a una élite aristocrática, convertida en garante de la democracia. No otra cosa, aunque desde una perspectiva ideológica diametralmente opuesta, defiende el marxismo ortodoxo y, con él, Abimael Guzmán.

Para MVLl el “aristocratismo” en la cultura, que podría interpretarse como la única auctoritas aceptable, conlleva la afirmación de que es imposible acceder a la igualdad en los seres humanos. La pregunta que ha de plantearse aquí tiene visos de ser un dilema irresoluble: ¿A más aristocracia cultural, más cultura democrática?; o, por el contrario, ¿la cultura democrática está necesariamente en relación directamente proporcional con la igualdad? Sin embargo, el liderazgo cultural no ha de confundirse con el liderazgo político, y menos con un “pensamiento Gonzalo”, en el cual se otorga a su caudillo la posesión total de la verdad y de la estrategia militar.

Si se parte, tanto en el liberalismo como en el marxismo, de que la igualdad es un anhelo utópico, puede arribarse también a la convicción de que solamente el uso crítico de la razón podrá hacer posible un acercamiento entre ambos. De esta posición axiomática ha de derivarse un teorema demostrable, que podría enunciarse así: sin crítica no hay auctoritas sino autoritarismo. Ahora bien, en SL, al igual que en ciertos sectores del liberalismo actual (denominado por muchos neoliberalismo, ya que se considera que, en él, se añaden elementos nuevos, pero negativos, al liberalismo originario) predomina el autoritarismo dogmático. MVLl interpretaría este dogmatismo como una recusación de nuestra filiación cultural, puesto que, según él, somos hijos de una cultura que “se interroga y se cuestiona a sí misma” (Vargas Llosa, 1990, p. 333). Es probable que, si se recurre a la historia reciente, se llegue a la conclusión de que el marxismo, especialmente en sus vertientes neomarxistas, ha testimoniado con más claridad este poder crítico de la razón que el que acompaña a la denominada “cultura del bienestar”. De más está añadir aquí cuál sería, a este respecto, la posición kantiana.

La Ilustración no podía incumplir, so riesgo de negarse a sí misma, el deber ético de insuflar racionalidad a un contexto político donde, por ejemplo, la monarquía ostentaba una duración vitalicia “por la gracia de Dios”. Desde este enfoque, también el marxismo es un vástago ilustrado, pero, al igual que sucedió con los excesos cometidos por la revolución francesa y su rechazo por parte de Kant, el legado de la revolución bolchevique y las consecuencias, no pocas veces sangrientas, de la implantación del comunismo se hicieron acreedores del repudio que, en nombre de la razón, enarbolaron los herederos de una “Ilustración insatisfecha”. La concreción histórica de determinados ideales políticos mostraba, sin duda, que los alcances de la razón son inferiores en la práctica a la teoría y que los ideales ilustrados mantendrán, frente a lo mostrenco de la realidad, una relación asintótica de parcial cumplimiento.

MVLl se inserta dentro de esta dimensión crítica posilustrada. Su adhesión al pensamiento marxista como solución política para los males que, sin visos de solución democrática, aquejaban al Perú, estuvo marcada por una racionalidad que concuerda, en cuanto convicción radical, con su fe confesa en el liberalismo político-económico. Es dicha racionalidad la que, por un lado, explica su posición ética frente a todo tipo de dictadura política y la que, por otro, le aleja de una posmodernidad que desconfía de un poder omnímodo de la razón, autoconstituido en instancia dirimente de toda verdad.

Una verdad como la que se postula en la posmodernidad, astillada en fragmentos y hostil a cualquier relato totalizador, no puede, en modo alguno, estar representada por autoridades “oficiales”. La auctoritas equivaldría aquí a una dictadura que, aunque llevada a cabo en nombre de la razón, impediría que aflorasen libremente otras dimensiones humanas. Puede ser que sea este el subsuelo del que emerge la posición pesimista de MVLl ante el panorama cultural de la actualidad, donde el primado de la razón solo reina en determinadas cabezas, más que como realidad, como intención. Sin embargo, también en la ética kantiana está prohibido que existan autoridades que, como en el caso de SL, se arroguen el derecho, sea mediante ejemplos o mediante ucases venidos desde arriba, de coartar la autonomía del ser racional.

El concepto de una Ilustración –entendida como método y como meta– presupone la imposición de una idea a una realidad que no es ni a priori, ni universal, ni necesaria. Ahora bien, si –como sucede en el materialismo dialéctico– todo se encuentra sujeto a cambio, entonces también la razón, al estar ontológicamente vinculada a la materia, tendrá que hacerse deudora de dicha dialéctica. Pero el marxismo está dentro del proyecto ilustrado y constituye, sin duda, una interpretación también “ilustrada” del mismo (F. Engels, en Del socialismo utópico al socialismo científico, decía que el cometido marxista era la radicalización de los ideales de la Ilustración), de ahí que coincida con el formalismo kantiano en que la realidad ética solo podrá ser transformada aplicándole una idea a priori que sea, ella sí, universal y necesariamente verdadera. El poder de la razón, sin embargo, quedará subsumido en una violencia acrítica que se constituirá en vía única para acceder a lo que, desde arriba, propugnen sus mentores. Esa es la fe dogmática de SL en una razón autoritaria, la cual, abandonada a sí misma, no traerá ni libertad ni igualdad.

Ambas, en cuanto ideales que son, poseen, al igual que la casa de Dios (Jn 14: 1-3) y el “castillo interior” de Teresa de Jesús, muchas “moradas”. La respuesta a cuál de ellas es la que MVLl desearía para el Perú se encuentra, sostenidamente presente, en LA. Y al servicio de esa respuesta están escritas muchas de las páginas que siguen.

Lituma en los Andes y la ética kantiana

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