Читать книгу Lituma en los Andes y la ética kantiana - Fermín Cebrecos - Страница 9
2. La vigencia, pese a todo, de los ideales ilustrados
ОглавлениеKant parte del supuesto de que, en lo que respecta a la ética, todos los seres humanos poseen una idéntica razón práctica, es decir, una misma conciencia moral como único y unificador signo de identidad. Las leyes contenidas en dicha razón serán objetivas (universales), mientras que, por el contrario, las que provengan de todo aquello que no se identifica con ella pertenecerán al mundo de la subjetividad. Esta lleva dentro de sí lo que hace que un ser humano sea diferente a otro, es decir, la inmensa gama de peculiaridades (circunstancias histórico-sociales, ideologías políticas y religiosas, “sentimientos, impulsos, inclinaciones”) (FMC, p. 124; Ak IV, núm. 434), sobre los que se asienta una legislación que atenta contra una voluntad libre. Así, pues, el sometimiento a las imposiciones de la subjetividad implicará una esclavitud vinculada principalmente a las emociones e impulsos que surgen del componente animal del ser humano, pero también a “las circunstancias del universo en las que el hombre está puesto” (FMC, p. 64; Ak IV, núm. 389). En consecuencia, la ley moral habita “en mí”, forma parte de mi mundo inteligible, mientras que la procedencia de la subjetividad se ubica en el “mundo natural”, determinándose así una doble y antagónica concepción de la naturaleza.
La aspiración kantiana estriba en fundamentar la ética sobre cimientos puramente racionales. En concordancia con Jean-Jacques Rousseau (Libro I de El contrato social), el cual sostenía que “la obediencia a la ley que uno mismo se ha impuesto es libertad” y que guiarse por “el impulso de los apetitos” redunda, más bien, en “esclavitud”, se hará referencia, en la conclusión a la Crítica de la razón práctica, a una “ley moral” que “nos descubre una vida independiente de la animalidad e independiente incluso de todo el mundo sensible”. Se trata, en rigor, de un doble descubrimiento llevado a cabo por una razón que, en nombre de sí misma, determina qué es lo racional y qué es lo irracional. Ahora bien, si se discrepa en esta diferenciación, Kant tiene a la mano una respuesta taxativa: no ha sido la razón la causante del dictamen, sino una subjetividad que, en oposición a la res extensa cartesiana, sí posee la facultad de influir sobre la “cosa pensante”.
Pero la razón ilustrada parte de un concepto de razón que entrará pronto en crisis. A pesar de que –como ha señalado Rüdiger Safranski–, el ambiente de la época era poco propicio para la comprensión de su filosofía (1994, pp. 360-361), Arthur Schopenhauer (1788-1860) mantendrá una posición contraria al poder absolutizante de la razón e, imbuido por el romanticismo, pondrá de relieve la supremacía del querer y el predominio de los “apetitos” en el comportamiento humano. Considerado en la actualidad como el mediador más importante entre Kant y Nietzsche, su contribución a la crisis del concepto moderno de razón lo convierte en un pensador imprescindible para entender la filosofía contemporánea. Algo similar puede afirmarse, también, de Ludwig Feuerbach. Nacido en el mismo año de la muerte de Kant (1804), quiso colocar como título aglutinante de toda su filosofía el de “Crítica de la razón impura” para enfatizar, entre otras cosas, la relevancia que le debería caber a “lo otro de la razón” (das andere der Vernunft, tal como se titula la obra que, en 1983, publicaron H. Böhme y G. Böhme) en la antropología y ética filosóficas. No ha de olvidarse tampoco que, años antes, G. W. H. Hegel, en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas (1817), había afirmado que la filosofía racionalista, al descomponer analíticamente los objetos, no los dejaba inalterados, sino que los convertía en abstracciones. De la misma convicción participaron Hölderlin y Schelling. Las operaciones diferenciadoras de la razón ilustrada tenían como objeto, en su opinión, un trazado de límites que propendían a excluir “lo otro de sí”. En consecuencia, la razón kantiana era monológica y estaba destinada solo a convertirse en dialogante partiendo del principio metafísico de que podía existir, en los otros, una razón ontológica y gnoseológicamente igual a la suya.
La relación bipolar entre “deber ser” y “ser” quedó cercenada en una de sus polaridades, quedándose, en la ética kantiana, tan solo con una “razón práctica pura” que redujo a la nada lo que el ser humano “es” y unificó su esencia en lo que “debería ser”. Esta antropología reduccionista traía consigo un concepto de “libertad” que, arraigado en el dualismo cartesiano, se excedía en extraer una consecuencia de difícil admisión para la gnoseología empirista de la modernidad: que se es libre si y solo si se actúa independientemente de “lo otro de la razón” (llámese a esto último res extensa, corporeidad, materia o subjetividad). La razón kantiana albergaba en su interior leyes que no tenían nada que ver con la legislación necesaria de la naturaleza física, de ahí que pudiera hablarse de dos reinos ontológicamente distintos: el de la libertad y el de la necesidad, derivándose de ello la conclusión de que la esencia del ser humano radicaba en su “deber ser”, esto es, en una racionalidad libre de las contingencias de lo “natural”.
Hoy, a más de dos siglos de la aparición del movimiento ilustrado, su ideal se ha revelado como un objetivo inalcanzable. Ya Kant mismo, refiriéndose a su tiempo, había afirmado, en Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung?, que se vivía en él no una “época ilustrada”, sino una “época de ilustración”, aunque hablaba también de “obstáculos cada vez menores” para salir de “una culpable minoría de edad”. La realidad, sin embargo, ha sido rebelde frente a horizonte tan optimista. La Ilustración –tal como reconoce Carlos Granés en su estudio introductorio a Sables y utopías– partió de una premisa errónea: que las sociedades seguirían “la ruta ascendente del progreso guiadas por la ciencia y la razón”. Ni una ni otra, empero, han sido capaces de dar respuestas únicas y definitivas a las preguntas más importantes del ser humano: cómo vivir, cómo valorar, qué desear. Una filosofía arraigada en la fenomenología vital y no en la “tiranía de la razón” constatará, como primera verdad, que la vida se nutre de instancias y valores que entran en fricción (Granés, 2009a, p. 17), antítesis que convertirá a la Ilustración, al crear un modelo ideal y ficticio de lo que el ser humano debe ser, en inepta para fomentar el pluralismo, la tolerancia y la libertad.
Del ideal ilustrado, que supedita las realidades de la ambigüedad y diferencia humanas a una teoría aprióricamente verdadera, participa también el marxismo, solo que, implantado sobre una teoría realista del conocimiento, pretende extraer “científicamente” sus postulados desde una experiencia (empeiría) previa. Es probable que la toma de partido de MVLl por el pensamiento marxista se debiese, entre otras causas, a su valoración de la realidad objetiva como fuente primigenia de las ideas. Sin embargo, un posilustrado no podrá desentenderse de lo que significó la experiencia histórica en la valoración de una Ilustración a la que, en concordancia con sus propias exigencias, se le aplicó el arma racional de la crítica.
Al igual que Kant, MVLl está convencido de que todo conocimiento comienza con la experiencia y, por lo tanto, la disociación de literatura-realidad conduce, como puede verse hoy, a “un mundo autónomo de textos que remiten a otros textos sin relacionarse jamás con la experiencia humana” (Vargas Llosa, 2012a, p. 37). Aunque no es ni se autocalifica de filósofo profesional y, por lo tanto, sería incongruente pedirle aquí precisión analítica, puede afirmarse que la teoría del conocimiento que, de modo más distinguible, actúa en sus textos es una variable del realismo: la de una gnoseología neoempirista que, modelada por Karl Popper, desembocará en un racionalismo crítico. Este empirismo-racionalismo híbrido no basa su verdad en la mostración u ostensión de la experiencia observable, sino en otra experiencia más compleja y menos fácil de definir que los datos sensoriales: la de una vivencia (Erlebnis) de la vida humana que, al ser encapsulada en esquemas ideológicos abstractos, queda reducida y “triturada” en valor y verdad, reduciéndose a una mera “ficción” (Vargas Llosa, 2009a, p. 259; 2012a, p. 37). Para evitar esta relativización, el “deber ser” –declara MVLl– ha de fundamentarse en el “ser” de una realidad humana incapaz de subsumirse en teorías totalizadoras y, más bien, “flexible” y moldeable por la realidad misma (citado en De Cárdenas y Elmore, 2004, pp. 129-130), puesto que si la moral no coincide con las ideas, ello ha de achacarse a una realidad ideológicamente desnaturalizada.
Admite, en setiembre de 1978, que la abolición de lo real y su correspondiente recreación mediante la fantasía son una “magia” que él practica “con ardor” en su creación literaria, pero que no debe recomendarse en política (Vargas Llosa, 2009a, p. 263). Ningún planteamiento de corte similar puede, en su opinión, apresar integralmente en sus redes teóricas la complejidad de la realidad humana y poner fin, por ejemplo, al sufrimiento social. Reconoce, ciertamente, que el liberalismo democrático (¿podrá interpretarse este como inmune a los extravíos ideológicos?) impulsa la libertad, mientras que el fascismo, el nazismo y el marxismo estaliniano la han hecho retroceder, pero sostiene que ninguna ideología “ha bastado para señalar de modo inequívoco cómo erradicar de manera durable la injusticia, que acompaña al ser humano como su sombra desde el despuntar de la historia” (Vargas Llosa, 2009a, pp. 266-267).
LA demuestra que la irracionalidad humana puede llegar a extremos en los que la ideología misma desaparece, pero también, por contraposición, abrirá, sin decirlo abiertamente, caminos de salida “ilustrados” a una barbarie que, sin ellos, solo podría convertirse en una aporía permanente. La Ilustración, entonces, no ha podido ser eliminada por el incumplimiento de sus expectativas, sino que sigue vigente en el pensar ético de MVLl.