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1. La filiación ilustrada de MVLl

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El ideal, propio de la Ilustración, de una razón convertida en factor determinante de la vida privada y pública es el que lleva a Kant, consciente de su misión pionera, a elaborar una “filosofía moral pura”, o, lo que es equivalente, a proponer una “metafísica” para dirigir el comportamiento (ethos = mores = Sitten = costumbres) humano. También a MVLl le anima, con las obligadas matizaciones que impone un decurso histórico de más de dos siglos de distancia, un propósito parecido.

Desde luego que no se tiende aquí a afirmar que MVLl ha producido intencionadamente una ética coincidente con la kantiana, sino tan solo dejar en claro que mantiene un vínculo profundo con el movimiento ilustrado de la segunda mitad del siglo XVIII. En efecto, tanto el calificativo de “libre pensador” (freethinker), que la Ilustración inglesa confería a sus adeptos; como el de “filósofo”, en el sentido que la Ilustración francesa daba al término philosophes; o el de “ilustrado” (Aufklärer), con el que la Ilustración alemana designaba a sus seguidores, pueden servir de marco referencial para describir la trayectoria vital (intelectual, política, ética) de MVLl.

A la Ilustración la espoleaba una fe: liquidar, mediante el esclarecimiento racional, las tinieblas del oscurantismo, expresado como una miscelánea de creencias arbitrarias, lindantes no pocas veces con la superstición (Crítica del Juicio, Ak V, p. 294). Cuatro años antes, en Was heisst: sich im Denken orientieren (“Qué significa orientarse en el pensar”) (1786), Kant había explicado en qué consistía el “pensar por cuenta propia”, idea clave en su artículo sobre el significado de la Ilustración: Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung? (1784). Afirma:

Pensar por cuenta propia implica buscar dentro de uno mismo (o sea, en la propia razón) el criterio supremo de la verdad; y la máxima de pensar siempre por sí mismo es lo que mejor define a la Ilustración. (Ak VII, pp. 146-147)

Convertir en principio universal lo que uno encuentra dentro de sí, esto es, querer que la máxima, que es un principio racional subjetivo, se convierta, merced a la intervención de la “buena voluntad”, en un imperativo categórico, había sido también el propósito kantiano en FMC (FMC, p. 106; Ak IV, núm. 421).

En su Respuesta a la pregunta sobre qué es la Ilustración, redactada por Kant cuando ya había cumplido los sesenta años, se ratifica lo que figuraba en el prólogo a la primera edición de la Crítica de la razón pura (1781): la razón solamente dispensa su respeto hacia “lo que puede resistir un examen público y libre”. Pero dicho examen ha de ser encomendado a un “pensar por propia cuenta”, a un “atreverse a saber” enteramente personal, en el que no cabe que ningún otro usurpe esa función. Sapere aude –la cita de Horacio entresacada de la carta segunda del Epistolarum liber primus– se constituye, ciertamente, en lema de la Ilustración, pero encierra dentro de sí un compromiso que requerirá de un tiempo largo para llevarse a cabo: la Ilustración –escribirá Kant en la Crítica del juicio (1790)– es una “tarea sencilla como tesis, pero difícil y de lento cumplimiento como hipótesis” (Ak V, p. 294). El texto completo en el que se inserta el sapere aude horaciano constituye un testimonio de lo dicho: “Quien comienza está solamente a medias; atrévete a saber, empieza” (dimidium facti, qui coepit, habet: sapere aude, incipe).

El imperativo “empieza” (incipe) tuvo que comenzar por casa. Herder atestiguaba, en sus Cartas relativas al fomento de la humanidad, que los alumnos de Kant “no recibían otra consigna que la de pensar por cuenta propia” (Sämtliche Werke, XVII, p. 404), pero el punto inicial dio paso a una trayectoria histórica que llega hasta nuestros días y que, en cuanto “Ilustración insatisfecha” (unbefriedigte Aufklärung) y tarea pendiente1, tiene ante sí una travesía no consumada. MVLl se inscribe en dicha trayectoria. Toda su obra es literatura al servicio de un ideal: el del pensamiento libre. Siempre, claro está, cabe interrogarse, en este ámbito, acerca de qué ha de liberarse el pensamiento y en qué ha de fundamentarse su libertad, pero él ha dejado aquí una impronta fácilmente discernible. Cuando en agosto de 1967, creyente aún en el papel justiciero del socialismo, recibió el premio “Rómulo Gallegos” por su novela La casa verde, aseveró que “un escritor que renuncia a pensar por su cuenta, a disentir y opinar en alta voz ya no es un escritor sino un ventrílocuo”. Postulaba, en ese entonces, que solo el socialismo podía, “al asentar las bases de una verdadera justicia social, dar a expresiones como ‘libertad de opinión’ y ‘libertad de creación’ su verdadero sentido”. Diez años más tarde, una vez padecido el desencanto con el “marxismo teórico y real” (Vargas Llosa, 2010, p. 242) y consumada su Kronstadt2, MVLl iniciaba su conversión hacia el liberalismo democrático, pero manteniendo una fe igual de inconmovible en el poder de la palabra.

También es dable toparse en sus novelas con recreaciones lúdicas (el escritor arequipeño no pocas veces hace gala –nunca estentórea, aunque siempre inteligente– de un sentido “cachaciento” del humor), pero ellas están supeditadas a una literatura comprometida con lo que, en términos más grandilocuentes que su significado, podría denominarse “verdad” y “libertad”. La identificación de MVLl con la palabra-acto de Jean Paul Sartre constituye una deuda de la que jamás abjuró. En consonancia con esta trayectoria, jalonada de hitos procedentes del cristianismo y del marxismo, afirmó en marzo de 1996: “Las ideas –las palabras– no son irresponsables y gratuitas. Ellas generan acciones, modelan conductas y mueven, desde lejos, los brazos de los ejecutantes de cataclismos” (Vargas Llosa, 2012a, p. 139). Y confirmó en 1999: “Sartre escribió que las palabras eran armas y que debían usarse para defender las mejores opciones (algo que no siempre hizo él mismo)” (Vargas Llosa, 2010a, p. 12). Le cupo, en su opinión, a José Ortega y Gasset llevar a cabo magistralmente dicho rol en nuestro idioma (Vargas Llosa, 2012a, p. 12), pero MVLl es consciente de que también él mismo ha de cumplir, como escritor, esta misión. No resulta extraño, entonces, que en La civilización del espectáculo, hablando del periodismo e incorporando en él su propio propósito, sostenga: “Su función es, también, orientar, asesorar, educar y dilucidar lo que es cierto o falso, justo o injusto, bello y execrable en el vertiginoso vórtice de la actualidad en la que el público se siente extraviado” (Vargas Llosa, 2012a, p. 58).

Cuando expresa que “la verdad es que siempre trato de escribir de la manera más desapasionada posible”, puesto que existe incompatibilidad entre las “ideas claras” y una “cabeza caliente” (Vargas Llosa, 2012a, p. 9), está reafirmando, aunque reconoce que no siempre lo consigue, una suerte de sometimiento de las pasiones a la razón. No se trata, en la creación literaria, de un “dar razón de lo que se dice” (légein) mediante proposiciones lógicas o contrastables empíricamente. Más aproximados a la objetividad están sus artículos periodísticos, entrevistas y ensayos, actividad en la que MVLl funge, muchas veces, de narrador cuasiomnisciente y abre una puerta menos difuminada hacia su teoría del conocimiento y hacia su ética. Puede afirmarse que en gran parte de su producción periodística predomina la casuística moral, y de ella selecciona determinados problemas, emite juicios éticos sobre su materia y trata de justificar racionalmente el porqué de su evaluación.

Sin embargo, también en sus novelas, de modo indirecto y casi siempre hermosamente camuflado, hay un mensaje racional. MVLl se siente más cómodo en la Ilustración que en el pensamiento posmoderno, y es su confianza en la razón humana, expresada con “rigor intelectual”, “audacia imaginativa” y “elegancia expresiva” –tal como pone de manifiesto en su comentario de La mort du gran écrivain, ensayo de H. Raczimow– (Vargas Llosa, 2012a, pp. 76-77), la que, entre otras cosas, le permite manifestar su pesimismo frente a, por ejemplo, la banalización actual de la cultura. Que el pensar no haya desembocado en un realismo épico capaz de cambiar el mundo, no impedirá que MVLl, fiel al contenido de los ideales ilustrados que sintetiza la XI tesis de Marx sobre Feuerbach, persista en que la cultura light de nuestro tiempo ha de ser interpretada como una pérdida de la fe en la repercusión moral de la palabra y que esta, irracionalmente expresada, conducirá a un final deplorable.

Es el poder crítico de un posilustrado el que le hace tomar conciencia de que la Ilustración no ha cumplido su propósito y ha devenido, más bien, en una cultura “frívola” que tiene su origen en una “tabla de valores invertida o desequilibrada”. En La civilización del espectáculo se lee:

Nunca hemos vivido, como ahora, en una época tan rica en conocimientos científicos y hallazgos tecnológicos, ni mejor equipada para derrotar a la enfermedad, la ignorancia y la pobreza y, sin embargo, acaso nunca hayamos estado tan desconcertados y extraviados respecto a ciertas cuestiones básicas como qué hacemos aquí en este astro sin luz propia que nos tocó, si la mera supervivencia es el único norte que justifica la vida, si palabras como espíritu, ideales, placer, amor, solidaridad, arte, creación, belleza, alma, trascendencia, significan algo todavía, y, si la respuesta es positiva, qué es exactamente lo que hay en ellas y qué no. La razón de ser de la cultura era dar una respuesta a este género de preguntas. Hoy está exonerada de semejante responsabilidad, ya que hemos ido haciendo de ella algo mucho más superficial y voluble: una forma de diversión para el gran público o un juego retórico, esotérico y oscurantista para grupúsculos vanidosos de académicos e intelectuales de espaldas al conjunto de la sociedad. (Vargas Llosa, 2012a, pp. 200-201)

MVLl está convencido de que, merced al imperio de la civilización del espectáculo, se ha perdido distinción axiológica, en sentido ético y estético, de lo que separaba lo bueno de lo malo y lo bello de lo feo. En el pasado la cultura era, según él, sinónimo de “una conciencia que impedía a las personas cultas dar la espalda a la realidad cruda y ruda de su tiempo”. Hoy, sin embargo, su convicción es que la cultura predominante nos sumerge momentáneamente en un “paraíso artificial”, ya que equivale a “poco menos que el sucedáneo de una calada de marihuana o un jalón de coca”, o, en expresión más englobante, a “una pequeña vacación de irrealidad” (Vargas Llosa, 2012a, pp. 201-202).

Al ser la cultura actual un campo de “fronteras volátiles”, faltan en ella “denominadores comunes”, patrones éticos, estéticos y epistemológicos que ayuden en la tarea de diferenciar lo bueno de lo malo, lo sublime de lo trivial, lo auténtico de lo postizo, lo verdadero de lo falso. Si desaparecen las categorías que establecen la jerarquía axiológica, se caerá, según MVLl, en el reino del embuste y del “todo vale”; de ahí que, en una cultura como la actual, donde impera la frivolidad, “hablar de la moda” sea, por ejemplo, “más importante que hablar de filosofía” (Vargas Llosa, 2012a, p. 203). Cuando se subraya el rol que les cabe a las humanidades, y en ellas especialmente a la filosofía, como garantes no solo del pensamiento crítico, sino de la ciudadanía democrática, lo que se hace es prolongar los ideales de la Ilustración, los cuales, aunque tendientes a universalizar los logros racionales, deben admitir el liderazgo de las élites. Estas, entendidas en su dimensión cultural, no pueden desentenderse de la relación ineluctable entre cultura y poder, relación en la que, dado el pragmatismo exacerbado de la época actual, descreen las élites políticas. Lo “culto”, leído como no vinculante a los dividendos de la economía y de la técnica, no es necesario para triunfar en la vida.

¿Qué hacer ante este desplome de valores éticos y estéticos, ante la oleada de irracionalidad que invade la cultura? Un heredero de la Ilustración como MVLl no se erige tan solo en un testigo de la decadencia; ha de ser, ante todo, un opositor a que se mantenga y perdure. No hay que acentuar, en esta coyuntura, su pesimismo, sino, antes bien, su fe en que el dúo voluntad humana-razón reemplazará en el futuro, de acuerdo con las expectativas de la Ilustración, las sombras por la luz:

Lo peor es que probablemente este fenómeno no tenga arreglo, porque forma ya parte de una manera de ser, de vivir, de fantasear y de creer de nuestra época, y lo que yo añoro sea polvo y ceniza sin reconstitución posible. Pero podría ser, también, ya que nada se está quieto en el mundo en que vivimos, que ese fenómeno, la civilización del espectáculo, perezca sin pena ni gloria, por obra de su propia nadería, y que otro lo reemplace, acaso mejor, acaso peor, en la sociedad del porvenir. (Vargas Llosa, 2012a, p. 203)

La historia –señala MVLl, recuperando aquí al Sartre de El existencialismo es un humanismo (1946)– no es algo fatídico, sino una página en blanco que ha de escribirse con “nuestras decisiones y omisiones”; y “eso es bueno pues significa que siempre estamos a tiempo de rectificar” (Vargas Llosa, 2012a, p. 204). Por paradójico que pueda parecer, La civilización del espectáculo –una obra que, dicho sea de paso, reclama más organicidad y menos repeticiones– ha sido escrita con el fin de que “la civilización del espectáculo perezca sin pena ni gloria”, y que la cultura vuelva por los fueros que pretendió otorgarle la racionalidad ilustrada. Esta es, sin duda, una exigencia de la razón ética de MVLl, cambiante, durante su vida, en algunas de sus modalidades de adopción, pero que constituye un eje transversal de toda su obra.

A pesar de dichas metamorfosis, no está desencaminado el escritor mexicano Jorge Volpi cuando, en su artículo “El último de los mohicanos” (2012), afirma que MVLl sigue teniendo “arrinconado en su interior”, en fidelidad no confesa, al marxista de sus inicios. Su fe en el poder de la palabra, atemperada por su reconocimiento de que, en una sociedad abierta, la cultura es una realidad autónoma que “interactúa con el resto de la vida social”, le lleva a sostener que las “artes” son “fuentes de fenómenos sociales, económicos, políticos e incluso religiosos” (Vargas Llosa, 2012a, p. 25). La tesis marxista de la relación entre base-superestructura queda, en consecuencia, abolida, pero no debe tomarse al pie de la letra que la “diversión” y el “entretenimiento” constituyan el objetivo final de la literatura en una sociedad democrática. Por más que MVLl certifique la desaparición, en nuestro tiempo, del “escritor mandarín”, “pontífice” y “narciso”, y asevere que el hecho de estar “dotado para la creación literaria” no implica poseer una “clarividencia generalizada” (Vargas Llosa, 2012a, pp. 76-77), no podrá renunciar a lo que fue “la cultura en las circunstancias y sociedades más ilustradas”:

Una moral todo lo comprensiva que requiere la libertad y que permita expresarse a la gran diversidad de lo humano, pero firme en su rechazo de todo lo que envilece y degrada la noción básica de humanidad y amenaza la supervivencia de la especie. (Vargas Llosa, 2012a, pp. 72-73)

Eso es lo que fue la cultura, “y lo que debería volver a ser si no queremos progresar sin rumbo, a ciegas, como autómatas, hacia nuestra propia desintegración”. Por lo tanto, cuando MVLl se refiere a la literatura light, al cine light y al arte light como parte de la cultura mainstream (“cultura del gran público”) y deja escapar una suerte de resignación aséptica (“no digo que esté mal que sea así. Digo, simplemente, que es así”) ante la banalización y masificación por ella acarreadas, no está confesando su entera verdad (Vargas Llosa, 2012a, pp. 30-31, 37-38).

El “núcleo de la filosofía ilustrada” radica en una hegemonía de la razón vinculada a un humanismo irrestricto, en el que “nadie desee ni se considere con derecho a oprimir a otro por sus ideas” (Bermudo, 1983, p. 123). Mas este humanismo implicó en Kant una suerte de tránsito entre dos dogmatismos, esto es, el paso de la seguridad del “yo sé” a la del “yo debo”. En la idea del deber no se renuncia al saber, sino que se le presupone como motor y motivo de la acción. También en MVLl habitan, a la manera de Kant, una suerte de razón universal y un ecumenismo moral que deberían guiar, en interrelación armónica, “el desenvolvimiento de la sociedad y el comportamiento individual” (1994), especialmente en un país como el Perú, anclado, en no pocos aspectos, en un “pasado atávico” que reclama ser liberado de la irracionalidad mediante el saber. No otro fue el ideal de la Ilustración, y en él, en su aplicación a una patria donde, mayoritariamente, los pasos del mensaje ilustrado no se han escuchado aún, se fundamenta la finalidad decisiva de LA.

Podría sintetizarse todo lo anterior en la siguiente conclusión: tanto Kant como MVLl pretenden que la ética, sea individual o política, se fundamente en una idea del “deber ser”, es decir, en lo que los griegos denominaron deón. Así mirada, se trataría de una ética deontológica, la cual, sin embargo, no admite el mismo origen en ambos autores. En efecto, mientras que la ética kantiana, prescindiendo totalmente de las circunstancias empíricas, encuentra la idea del deber dentro de la razón pura práctica (o conciencia moral) mediante el método introspectivo, en MVLl el “deber ser” ha de tomar en cuenta el “ser” de la realidad humana con su acopio prácticamente infinito de subjetividades, pero no para aceptarlo pasivamente, sino para mejorarlo. Creer, por convicción ética, que puede influir, merced a su obra literaria, en potenciar la dimensión crítica frente a la cultura y en conseguir mejorar un mundo (especialmente el del Perú) que no le gusta, es una fe inseparable de su misma esencia de hombre y escritor.

Ahora bien, ser heredero consciente de la Ilustración ha de implicar la convicción de que la racionalidad crítica no es patrimonio exclusivo de una porción privilegiada de seres humanos a quienes les asiste, por derechos autorreservados, el poder y el deber de “ilustrar”. Esta concepción aristocrática de la heterogénea posesión de la razón se constituye en instancia educativa, esto es, en un e-ducere que se impone como misión “conducir” desde las sombras hacia la luz al declarado ilustradamente como “no ilustrado”. Y la luz, en cuanto metáfora totalizadora, ha de invadir no solo los ámbitos del saber, sino también los del hacer. Desde esta perspectiva, la filiación ilustrada de MVLl y SL, heredero de un marxismo que, en su génesis, no puede contraponerse a la Ilustración, mantiene el mismo nexo matricial.

La Ilustración pretendió universalizar la ética y, en este sentido, coincidió con el objetivo que Adela Cortina (1986) le ha asignado a la filosofía contemporánea: “La tarea más urgente, encomendada actualmente al pensamiento humano y que debe ser emprendida con ‘pasión y estudio’ –se lee en Ética mínima–, es la de fundamentar racionalmente la moralidad, estableciendo la base de una moral universal” (pp. 74-75). Esta fue también la aspiración radical de Kant en su ética, pero la exigencia de concretizarla en la actualidad habla del fracaso parcial del proyecto kantiano y, ante él, tiene que extraerse, como lección a interpretarse sine ira et studio, que la ética no puede fundamentarse de una vez para siempre, ya que el sueño de un fundamento único se rompe en añicos ante el dinamismo cambiante de las circunstancias que configuran el mundo humano de la vida.

Lituma en los Andes y la ética kantiana

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