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7. Hacia la búsqueda de un punto medio en ética política

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En su producción novelística, MVLl reparte entre sus personajes la labor que, en otros escritos, se impone a sí mismo. No se renuncia en sus relatos de ficción, aunque esté camuflada entre líneas, a cierta convicción omnisciente, en el sentido de que en casi todos ellos se defiende, movida por resortes éticos, una tesis principista: el combate de todo tipo de dictadura y, como sucede en LA, la declaración de guerra a una irracionalidad que destruye y asesina en nombre de una ideología. No es que plantee abiertamente en dichos relatos –tal como es el caso, por ejemplo, de En octubre no hay milagros (1966), de Oswaldo Reynoso; en la declaración de principios, con el título de “Palabras urgentes”, de los poetas de Hora Zero (1970); o La joven que subió al cielo (1988), de Luis Nieto Degregori–, tesis en forma de proclamas ideológicas. Pero si se le lee, devolviéndole la sinceridad que él expone en sus artículos periodísticos y en sus obras no ficcionales, con la lealtad que el lector, como correlato ético, ha de mostrar frente a ellos, no cabe duda de que la certeza autoritaria, que aparece diseminada entre los personajes de sus novelas, adquiere aquí una clara autodelación. MVLl no es tan omnisciente como el sambenito que le cargan sus opositores y al que él, a veces, da pábulo por el lenguaje próximo al magister dixit con que defiende sus convicciones. No sería cabal, sin embargo, atribuirle lo que, probablemente con justicia, escribió sobre Octavio Paz: “Como tocó tan amplio abanico de asuntos, no pudo opinar sobre todos con la misma versación y en algunos de ellos fue superficial y ligero” (Vargas Llosa, 2009a, p. 457). Cierto que MVLl opina sobre casi todo, pero lo hace también casi siempre, además de con un estilo bello y certero, de manera informada y sirviéndose de una argumentación al que dicho estilo hace aparecer, en muchos casos, como racionalmente impecable. Lo que sucede es que, al tratar temas que se prestan a opiniones divididas y al tomar sobre ellos una posición que no puede contentar a tirios y troyanos, expande y acentúa la polémica. Como se verá más adelante, sus reflexiones sobre la identidad nacional y el nacionalismo, dos temas que se complementan entre sí, así lo testimonian. Y no ha de esperarse de él, especialmente tras el otorgamiento del Premio Nobel de Literatura (2010), que atempere este sesgo y que sus opositores no lo interpreten como una corroboración de su omnisciencia.

Pese a la polémica que suscitan sus obras –lo cual no es un mérito menor en MVLl–, no puede dudarse de que entre ellas y sus ideas ha existido siempre lo que E. Krauze llama una “admirable convergencia”. Existió en sus tiempos de marxista de estricta observancia (si es que esta expresión le puede ser aplicada a alguien que antepone el predominio de la libre individualidad en todos sus actos), y se da también, con el mismo “lenguaje de la pasión”, en un MVLl convertido al liberalismo. Aceptarlo como metodología plausible para interpretar y cambiar el mundo, no significó, empero, renunciar a su transformación, sino darle, ante todo, un contenido antagónico al del marxismo. En efecto, su identificación con posiciones que calificaban a este último de ideología totalitaria implicó en él, paralelamente, enfrentarse a los fanatismos de la identidad (nacional, indigenista, hispanófila, religiosa, ideológica, política), entrando de lleno, “muy a su estilo” y “contraviento y marea”, en lo que Max Silva Tuesta (2012, pp. 19, 85-88) ha denominado, amigablemente, “escándalos públicos”. De resultas de ello, puede afirmarse que, en efecto, una crítica de la razón fanática, efectuada indirecta pero apasionadamente, invade y permea todo el contenido de LA.

De su filiación ilustrada le viene a MVLl no solo el interés por esclarecer racionalmente las circunstancias que le rodean –en primer término, las de su país de origen–, sino también el afán de transformarlas, especialmente cuando dichas circunstancias conforman un mundo humano tan sórdido y vesánico como el relatado en LA. La Ilustración kantiana y una de sus variables –en este caso, la propuesta por Karl Marx en la XI tesis sobre Feuerbach– se dan la mano, sin discontinuidad, en todo el pensamiento vargasllosiano. El subsuelo judeo-cristiano en el que este doble componente podría estar fundamentado deberá quedar aquí tan silenciado como lo está, en general, en su obra.

MVLl es, ante todo, un hombre de nuestro tiempo. Parece poco probable que haya habido en el Perú –con la excepción, tal vez, de José Carlos Mariátegui– un peruano que haya demostrado en su obra tanta sed informativa (véase el caso, por ejemplo, del esfuerzo desplegado para paliar su “incultura económica”) (Vargas Llosa, 2010, p. 242) y tantas pruebas de haberla aplacado. Pero la riqueza teórica, que le ha otorgado, junto a sus méritos literarios, la convicción de que su voz está investida de importancia en el escenario nacional, no es en él meramente erudita. Aunque familiarizado con la atmósfera intelectual de la actualidad, el realismo empirista de su teoría del conocimiento le impele a esclarecer sus creencias mediante la contrastación exigida por la praxis. Y en MVLl, coincidiendo aquí con Abimael Guzmán, habita desde siempre el conato de transformar la realidad mediante la teoría, concretizada preferentemente en su voluntad de cambiar el Perú. Que dicha voluntad deba ejecutarse, de cara a sus resultados, con una metodología senderista marcará, en LA, la diferencia abismal entre una y otra ideología.

MVLl no puede ser, doscientos años después, un ilustrado del siglo XVIII y, obviamente, su ética no ha de coincidir punto por punto con el formalismo kantiano. En el desajuste permanente, especialmente en la acción política, entre la inclinación y el deber (FMC, p. 79; Ak IV, núms. 400-401), ya se sabe que optaría por un deber fundamentado en el razonamiento y coincidente, por tanto, más con Aristóteles y Spinoza que con Kant, en el cual –como ha señalado Manuel Garrido (2005b)– desaparece “el sensato equilibrio entre razón y naturaleza animal” (p. 191). Si bien las creaciones novelísticas de MVLl, e incluso muchos de sus ensayos, están atravesados por el “lenguaje de la pasión”, este, en LA, se constituye más en una metodología expositiva que en expresión de la ética que, pese a aparecer entre líneas, puede extraerse patentemente de su contenido. El imperio de un “deber ser” racional se sobrepone, sin duda, al de la conducta de SL, y también a la represión de las fuerzas del Estado, signadas ambas sangrientamente por la violencia irracional.

Cuando las pasiones se imponen a la razón, parece imperar en MVLl un juicio de valor contradictorio. En efecto, en la vida individual “lo otro de la razón” (apetencias, pulsiones, fantasías) se constituye en criterio válido para conceder a la praxis, de igual modo que sucede en su traslado a la obra de ficción, su valor más auténtico. Ahora bien, si en la vida política se prescinde de las dicotomías que plantea una razón teórica tradicionalmente binaria, donde es difícil discernir en la práctica quién manda a quién (si la razón o la subjetividad), entonces la política se convertirá en una actividad tan ficticia como la creación literaria, en la que América Latina ostenta tan eximios representantes. No puede verse salida al problema si es que no se admite un subsuelo de principios a priori en los que la ética política se sustente, y dichos principios, si no son de validez universal –como sucede en el caso del marxismo y de SL–, no pueden erigirse en fundamento y garantía de una sociedad libre. La transformación del mundo se topa, en consecuencia, con un interrogante perentorio: ¿cómo liberarse del relativismo moral –admisible, tal vez, en determinadas cuestiones de la ética individual, pero no en la ética política– y encontrar, en esta última, criterios diferenciadores del mal y del bien? Desde luego que situar la moral que preconiza MVLl en un punto medio (in medio virtus) entre el formalismo kantiano y la ética material de SL (es decir, como un centro aristotélico entre la pasión y la razón, entre el pathos y el logos) es una tentación teórica, pero su ubicación no permite soslayar una cuestión en extremo problemática: ¿desde qué perspectiva se establece este punto de equilibrio entre ambos extremos?

La respuesta deberá tener en cuenta dos aspectos complementarios entre sí. Tal como ha señalado, especialmente en Agonie des Eros (2012), el filósofo coreano Byung-Chul Han, hoy profesor en Berlín (Universität der Künste), el actual homo laborans se ha convertido en un “esclavo que se cree libre, pero que se autoexplota hasta el colapso”. Y añade, en afirmación que seguramente MVLl no compartiría del todo: “El sistema neoliberal obliga al hombre a actuar como si fuera un empresario, un competidor del otro”. La salida de esta relación de competencia, en la que se subsume y consume la vida contemporánea, demandará “mirar hacia el otro”, esto es, convertir a Eros en “condición para el pensamiento” (Arroyo, 2014). A algo similar se había referido, muchos años antes, Max Hernández (1993), circunscribiéndose al contexto peruano: el “descubrimiento esencial” de uno mismo ha de efectuarse “a través del otro”, es decir, apercibiéndose de “la propia humanidad”; pero, para que ello pueda ocurrir, “los sistemas de creencias exclusivistas y discriminatorios” tienen que ser “puestos de lado” y “reemplazados por otros más amplios, más humanos, más críticos, más cercanos a la verdad” (pp. 218-219). Del extremismo ético-político que representa SL en LA –y tal efecto no estaría reñido con la intención de MVLl–, la razón exigirá, como método para transformar el mundo, encontrar el punto medio entre él y un formalismo kantiano eximido de su cerrazón ante la subjetividad.

Lituma en los Andes y la ética kantiana

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